Carne de cañón

Cuando suenan clarines de guerra en toda Europa, llamando a filas a los jóvenes para ser reclutados con seductoras ofertas, y mandatos rigurosos de los dirigentes europeos para gastar más en presupuesto militar, resulta oportuno reflexionar sobre lo que significan las guerras y sus consecuencias. Uno de los que analiza el fenómeno en uno de sus ensayos titulado La hija de la guerra y la madre de la patria es el escritor Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019). Sostiene aquí que la patria es el sujeto de la guerra y está indisolublemente ligada al nacionalismo (en el caso de Israel al sionismo que hizo una patria en Palestina).

Que la patria no puede sino ser hija de la guerra lo demuestra diciendo que se ha visto en el caso de la independencia de Argelia o en otras guerras, como la de Vietnam o Afganistán, en las que un acuerdo no fue posible sino con la violencia de las armas. “Una patria otorgada no es una patria, solo lo es la alcanzada con la fuerza de las armas”, dice Sánchez Ferlosio. Cuando Kissinger estaba parlamentando con el vietcong y la paz estaba a punto, fue necesario seguir con los bombardeos. El propio Kisinger escribiría, precisando su concepto de la diplomacia que “una política que persiga un acuerdo sin más chocará con el sentimiento de autoafirmación nacional”.

En el Siglo XVII, bajo Felipe V, las levas de soldados podían ser voluntarias, pero en la práctica se realizaban con engaños por parte de los capitanes encargados de ir a los pueblos a reclutar mozos. La Revolución Francesa fue la responsable de que el pueblo llano se identificara con la nación en armas, como ya daba a entender La Marsellesa,  el primer himno militar con letra. Medio siglo más tarde, en las guerras napoleónicas se demostró el éxito de este patriotismo con impuesto estatal (“Prix de sang”, tributo de sangre o conscripción obligatoria) cuando todo París se lanzó a la calle al grito de “¡A Berlín!” ante la noticia de que el embajador francés había sido humillado por el Rey de Prusia.

En las guerras modernas el soldado de a pie tiene un rol menos decisivo. La guerra de Afganistán fue un excelente campo de pruebas para las naves aéreas no tripuladas, que salen más baratas, eficientes  y no requieren un piloto que puede estar fatigado o herido. Las armas en sí, también pueden ser la causa de la guerra. La bomba atómica que destruyó las ciudades japonesas era totalmente innecesaria cuando  ya Alemania había capitulado. En realidad, temían que la guerra se acabara antes de probar su dichoso invento. Los Estados Unidos necesitaban una gran victoria, que los hiciera entrar por la puerta grande de la Historia, señala Sánchez Ferlosio, algo que solo es posible con la guerra.

Oppenheimer, que dirigía el proyecto, explicó años más tarde: “Cuando se ve que algo es técnicamente seductor, te lanzas y lo haces, las preguntas vienen después de lo que se hará con ello”.

Romain Gary dijo que “cuando la guerra se ha ganado, los vencidos quedan liberados, no los vencedores”.

Queda además claro que las guerras las sufren siempre los civiles. También los pobres reclutas que por lo general siguen siendo los más pobres, la carne de cañón que pide el patriotismo. En la película austriaca “Der Fuchs” ( 2022, El Zorro, no confundir con el de Banderas) el director Adrian Goiginger narra la historia de su bisabuelo, un campesino hambriento que fue reclutado en la Segunda Guerra Mundial. El soldado Franz Streitberger adopta un cachorro de zorro herido y perdido en un bosque de Francia y oculto en su mochila lo lleva consigo por los campos de batalla. La historia no es bélica, no hay acción de ese tipo, sino una reflexión sobre la injusticia de las guerras, que siempre se ceban en los más desfavorecidos.

“A manera de epílogo”, termina así el escritor, novelista y gramático español su libro:

“Bajamos por escabrosas escombreras

Hacia los ríos parados y podridos,

Perdiendo hasta el ayer; los días del alción

En la sonrisa de los hijos muertos”.

(Alkíonai Hémerai)

Silencio

Es una de las palabras que más me gusta, al menos en los idiomas latinos. También en inglés, todos recordamos el tema de Simon & Garfunkel. Es una virtud, a menudo poco practicada, hay demasiados lenguaraces y cantamañanas. Vivo en un bajo, además, y al abrir las ventanas a primeras horas del día me vienen las voces de los vecinos y vecinas que se cuentan su vida a todo volumen. O pasan con el móvil hablando a voces. El motorista que saca su vehículo del garaje de enfrente y se pasa lo que dura  una oración a los dioses del humo y el ruido calentando motores. Cuando vas a un restaurante o un bar el ruido de los comensales es ensordecedor. El español es bullicioso, recuerden a Don Juan (“¡Cuán gritan esos malditos!).

El I Ching, que consulto a veces cuando me encuentro confuso en las encrucijadas y tesituras existenciales, me aconseja que revise y controle todo lo que sale y entra por mi boca. Tal vez me pide un voto de silencio monacal y debería hacerle caso.

Leo en un blog chileno, Refracciones, un número dedicado al silencio. “La palabra silencio proviene del latín silentium, que alude tanto a la ausencia de ruido como a un estado interior de calma y contención”, dice. Es al mismo tiempo empatía y exclusión, puede ser autocuidado o desinterés por las cuitas ajenas. Y nos llama a repensar el silencio como una manera sostenible de estar en el mundo. Estoy de acuerdo.

El silencio también ha sido un arma de resistencia, como se ve al recordar Daniel González (académico de Historia del Arte y colaborador del blog)  que durante la ocupación nazi de París surgió la editorial Editions du Minuit y dio a luz una novela en la que una familia que se ve obligada a acoger a un oficial alemán se defiende por medio del silencio (El silencio del mar, 1942, de Jean Bruler, también conocido bajo el pseudónimo de Vercors).

Las artes se sirven del silencio, la poesía, el cine y la música. Un cineasta famoso decía que el silencio es un privilegio del artista, que consigue así agudizar la atención del espectador.

En su ensayo El Silencio el antropólogo David Le Breton señala que tras una conversación llega un silencio impregnado de un ensueño interior, un eco de palabras intercambiadas. Eso es lo que deja la literatura, las letras compartidas.

Incendio

España se quema. El destropopulismo avanza como un fuego destructor de conciencias y derechos humanos como esas llamas que devoran bosques y viviendas de nuestro país. En la televisión, un tertuliano derechoso se molesta porque un señor entrevistado, afectado por la tragedia, dice que los perjudicados son gente de clase trabajadora. A los “fascinerosos” les molesta siempre la palabra “clase”. Mencionen “clase trabajadora” y verán cómo se les atraganta. Para un fascista o un pepero el que es pobre es porque quiere, porque es vago o  carece de habilidades para prosperar. Su ideal de sociedad es la del buque, donde solo manda un capitán y los marineros a obedecer y fregar cubiertas.