Varenagh Aznavourian, más conocido como Charles Aznavour (1924-2018),  para algunos un baladista romántico que cantaba a amores perdidos en los canales venecianos o en la bruma parisiense. Era uno de los cantantes franceses preferidos de mi madre, junto a otro tocayo suyo,  Charles Trenet, precisamente uno de los maestros de la canción gala que inspiró al joven descendiente de inmigrantes armenios que afrancesó su nombre y apellido para hacer olvidar que era, como sus padres, un “métèque”.

Heridos 

Pero no bastó ese detalle para que Charles Aznavour llegara a ser aceptado. También tuvo que someterse a una operación de cirugía estética, dicen que para que no lo parara la Gestapo en el París ocupado creyéndolo judío. Durante años debió cantar en tugurios y a pesar de que a partir de 1955 su nombre era ya conocido también como actor, la crítica seguía persiguiéndolo. Decían de él que un hombre con su físico no convencía cantando canciones de amor. Y aunque escribió muchas canciones para otros artistas que triunfaban, llegaron a decir que cuando las interpretaba él mismo estaba “imitándoles”. “¿Por qué han metido a este lisiado en un escenario?”, llegaron a  escribir.

En 1961 apareció un álbum suyo que llevaba, significativamente su nombre como signo de afirmación frente a esa crítica inclemente. Uno de los temas  (Je m´en voyais déjà) hablaba de la dura vida de un artista que debe luchar contra los prejuicios. La historia de un jovencito que quiere comerse el mundo y los escenarios y que acaba con el alma tan gastada como el traje que compró para esas galas que nunca existieron.

“Nunca me dieron una oportunidad

Otros lo consiguieron con poca voz

Y mucho dinero

Yo era demasiado puro

O tal vez demasiado adelantado

Pero un día llegará en que les demostraré

Que tengo talento”.

Sin duda, se podría afirmar que Aznavour es el portavoz de una especie de seres heridos por la vida, de allí que mi progenitora se sintiera también muy identificada. Especialmente, cuando tras la separación de su marido, mi padre, debió rehacerse de las cenizas, pasar de ser madre y ama de casa a estudiante y finalmente profesional. A mí me gusta especialmente esa canción en la que Aznavour describe el momento doloroso de un divorcio, situación que no sabe cómo enfrentar aunque dice que es preciso retener los gritos de odio, que “son los últimos del amor”, y finalmente confiesa que no sabe cómo hacerlo.

Pero es en “Venecia sin ti “ (“Que c´est triste Venice”)  cuando la melancolía del amor perdido alcanza su cúspide:

“Qué triste es Venecia en el tiempo de los amores muertos

Qué triste es Venecia cuando ya no nos amamos

Buscamos las palabras , pero el hastío se las lleva

Quisiéramos llorar, pero no podemos  más”.

Y sigue diciéndonos que la belleza monumental de la ciudad, los museos y las iglesias llenas de historia ya no significan nada, cuando el amor ha muerto.

Al fin, la fama

La vida del joven parisino que quería la fama no fue fácil. Para subsistir como hijo de un hogar siempre en falencia y que sin embargo se prodigaba ayudando a los perseguidos por los nazis, vendía periódicos, lencería, chocolates, lo que fuera, a menudo en el mercado negro. Algo cambió gracias a una figura que fue providencial, el pianista Pierre Roche, que junto al editor  Raoul Breton le llevó a trabar relación con Edith Piaf, que los invitó a formar parte de su gira por Francia y los Estados Unidos.

Pero, pese a ganar al público estadounidense, su verdadera consagración fue cuando cantó en el legendario escenario del Olympia de París.

Alrededor de las grandes figuras del arte siempre existe una suculenta chismografía. Se dice de Aznavour que sufrió en sus carnes el maltrato de la Piaf, que aunque le dio cobijo en su casa lo trató como a un criado.  Y que las canciones que le escribió no siempre fueron bien acogidas por la temperamental diva  de la canción francesa. Poco importa si fue así, lo cierto es que él jamás habló mal de ella.

La Bohemia

La canción insignia de Aznavour ha sido y sigue siendo La Bohéme, en la que relata la vida miserable pero romántica de los que han perseguido la fama en las callejuelas y buhardillas del París canalla.

El escenario es Montmartre, el bohemio aspirante a artista  regresa a los lugares donde transcurrió su juventud y murieron sus sueños. Ya no existe nada, no reconoce el barrio y la bohemia alegre ha desaparecido. El cantante aprieta con la mano un pañuelo que asemeja el trapo de las pinturas.

“La bohemia, la bohemia 

Éramos jóvenes

Estábamos locos

La bohemia,

Ya no significa nada en absoluto”.

Su faceta como actor ha sido también significativa, con más de sesenta películas, entre las que se recuerda Tirez sur le pianiste, dirigida por Truffaut, también algunas apariciones en la televisión.

Muchos y renombrados artistas del espectáculo quisieron no solo cantar sus temas sino participar con él en grabaciones de duetos y en Duos lo hizo con varios de ellos de distintas generaciones, como Sting o Laura Pausini. Igualmente, su legado como compositor ha sido importante. Fue un trabajador infatigable hasta sus últimos años y se le ha considerado como una de las figuras más importantes en su género musical. Más de 1200 canciones en siete idiomas y 180 millones de discos vendidos lo avalan, pero sin embargo manifestó antes de fallecer que le bastaba con que sus derechos de autor favorecieran a sus herederos. La fama, aquello por lo que tanto había luchado en su juventud bohemia , le importaba ya poco, pues no creía en  la memoria de la posteridad. Tal vez por eso, se mantuvo activo hasta los noventa años de edad, cuando ofreció uno de sus últimos recitales en varios países, incluyendo España, en Barcelona.

El cine, uno de sus oficios, lo ha rescatado del olvido con el estreno de un “biopic” (Monsieur Aznavour) que ha sido, esta vez, bien recibido por la crítica. Aún no lo he visto, me cuesta trabajo acercarme a una sala y no sé si , aparte del interés que me despierta su figura artística, podré sustituir su imagen vista tantas veces en la pantalla por la de un actor. Aznavour era un monstruo escénico apacible, con una mirada tierna, profunda, insustituible. Como su voz, suave a veces, otras áspera, pero exquisita, como un buen vino. De esos que apetece beber en tardes grises, cuando ataca el frío y la melancolía del otoño.