Ahora tienes que hacer un esfuerzo para leer. Ahora tienes que vencer la tentación de las pantallas. Y otras tentaciones menos sugerentes, pero igual de poderosas. Ahora el tiempo de lectura es más preciado, porque el tiempo, en general, es más valioso. Ahora sabes que cada minuto es una pepita de oro escondida entre la arena y las piedras del lecho de un río cada vez menos caudaloso. Ahora eres consciente de que puedes recuperar cualquier cosa, menos el tiempo. Ahora eres más selectivo. Ahora cada vuelta que el segundero da al reloj cuenta.
Ahora, dices, no habría podido leer aquel libro.
Estás en un tren. Recorres más de cinco mil kilómetros al año, en ambas direcciones. Más de cien horas de lectura. Más de cuatro mil páginas. Más de quince libros devorados, unas veces con hambre, otras con saciedad, como quien se alimenta por costumbre, sentado en una de esas raídas butacas. Además de los que lees sobre una cama, o un sofá, o el banco de una calle, o el frío metal de una silla de cafetería.
Siempre las mismas butacas. No sabrías decir por qué, pero la gomaespuma que asoma por las grietas del escay rajado te otorga cierta sensación de seguridad.
Estás en un tren. Siempre el mismo tren. Siempre las mismas caras. No hay móviles. Su uso no está todavía extendido. Es casi un objeto de ciencia ficción. Los pasajeros a tu alrededor escuchan música, o hablan entre ellos, o leen. Leen.
Leer era prácticamente un compromiso. No sólo en el tren, sino en la vida. Pero en tu evocación estás en un tren. El tren. Un medio de transporte que se te antoja tan atávico como el acto de descifrar un código impreso en negro sobre blanco. El tren que te llevaba cada semana a ese otro mundo, a esa otra vida patente en el número catorce de la calle Caravaca de esa ciudad atravesada por un río fantasma, por un cauce invisible en el que latía una realidad sumergida hoy en el recuerdo. Leer era algo incuestionable. No leer no constituía una opción. Igual que dudar de la existencia de Dios en la Edad Media.
Ahora leer implica una voluntad. Un esfuerzo. Ahora hay quien se jacta de no haber leído jamás un libro, como si alguien pudiera enorgullecerse de no vivir, de no respirar.
Estás en un tren. El tren. A tu alrededor hay otros lectores. Alguna conversación en voz baja. En eso también hemos cambiado, dices, en nuestra gestión del silencio. De vez en cuando levantas la vista del libro. Te preguntas qué pensarían de ti los otros pasajeros si supieran qué lees. Aunque escudriñen la portada de tu novela, igual que haces tú con ellos, con cualquiera que se cruce en tu camino con un libro. Incluso aunque conozcan el título y el autor. Ni siquiera se acercan, dices. Levantas la vista de la novela y sonríes a una antigua compañera de instituto que está cambiando de vagón. Miras cómo desaparece y vuelves a la escena que estabas leyendo con la misma naturalidad con la que leerías la descripción de un paisaje bucólico y no el asesinato y el descuartizamiento de una joven como la que acaba de pasar. De eso va la historia. Patrick Bateman es un yuppie que vive y trabaja en Manhattan, que lleva una vida superficial, llena de lujo e imposturas, y que se dedica a torturar y a asesinar a sus semejantes por puro placer.
American Psycho es una novela controvertida. Cuando se publicó en 1991 despertó odio y admiración a partes iguales. Alimentaba la polémica por el tono macabro y frío de la narración, por el detallismo en la descripción de las escenas de tortura, de desmembramiento o canibalismo. O por las extensas diatribas sobre canciones, marcas de moda y consumo de drogas. La actitud del protagonista hacia las mujeres provocó que el libro fuese considerado una obra repugnante por parte de los sectores más feministas de la sociedad. Hoy nadie hubiera publicado la novela, dices. A pesar de que en el fondo es una sátira salvaje sobre el consumismo depredador de los 90, una crítica brutal al capitalismo, a la hipocresía de nuestras sociedades, ningún editor se atrevería a sacar adelante un texto tan culturalmente incorrecto. A pesar, sobre todo, de la necesidad que tenemos hoy de obras incorrectas. Otra vez la hoguera, dices.
Recuerdas haberla leído casi al mismo tiempo que los estocolmers. Entonces no erais los estocolmers, sino sólo compañeros de piso. Todavía no erais hermanos por elección, como canta Calamaro en esa canción que escuchas tantas veces pensando en ellos: mi amistad y mi riñón. Todavía no habíais planeado ese viaje a Estocolmo en el que confluirán vuestras vidas igual que confluyen las islas que forman la ciudad. Lo leísteis casi al mismo tiempo, pero no había una intención en ello. Os lo recomendasteis unos a otros como hoy se recomiendan las series. Hablabais del libro a todas horas. Discutíais interpretaciones de la novela como si fuerais personajes de un guion de Tarantino. Tal vez no fue así, dices. Pero así lo quieres recordar.
V había leído también Menos que cero, escrita unos seis años antes que American Psycho, en la que ya asoma su estilo: el contraste entre su manera de narrar, fresca y deslumbrante, y el mundo corrupto y pútrido que retrata. Tenía sólo 21 años, era un universitario, como vosotros, y su éxito fue instantáneo. V os contaba que llegó a la universidad de Bennington cargado con una maleta llena de coca y otra con las notas que se convertirían en su primera novela. No sabíais de dónde se sacaba V esas historias, pero os encantaban.
Vuelves al tren. Vuelves a la lectura y al traqueteo y a Patrick Bateman y a sus atrocidades. Es un claro ejemplo de que el narrador y el autor no son la misma persona. Escribimos lo que somos, dices. Nuestros personajes tienen algo de nosotros, dices. Sin embargo, Bateman es un asesino, un psicópata que tortura por placer. Es un personaje que te horroriza y te fascina a la vez, como una antítesis macabra y aberrante. Como un abismo, dices. Un monstruo susceptible de convertirse en icono pop, igual que Manson o Dahmer, por encima de las voces que aseguran que el libro ya no tiene vigencia, que la crítica subyacente ya no tiene sentido y que ha quedado en un inventario de escenas macabras. Si leyeran la novela se darían cuenta de su error, dices. Un dato curioso: el protagonista está obsesionado con Dolnad Trump, a quien admira y considera un héroe. Necesitamos leer historias que nos provoquen, que nos repugnen, que nos ofendan, que nos saquen del permanente spot publicitario en el que vivimos, insistes.
No has querido ver la versión cinematográfica que dirigió Mary Harron en el 2000. No has querido romper el recuerdo que tienes de la atmósfera de la novela. Un libro al que sabes que volverás algún día, cuando todo lo nuevo que se publique te aburra y sólo te quede el consuelo de releer. No has querido contaminar la imagen que tienes de Patrick Bateman. Aunque en la pantalla tenga la cara y los gestos y la mirada de Christian Bale.
Su último libro, el primero de no ficción que escribe, nace del enfado del autor respecto a la dictadura de lo políticamente correcto. Sin dejar su estilo corrosivo y provocador, se sumerge en un ensayo, con muchos apuntes autobiográficos, que reivindica el humor y la sátira por encima de la hipersensibilidad millenial. En una época en la que ser hombre y occidental lleva consigo el estigma de una especie de pecado original del que uno no puede deshacerse, lo ha titulado Blanco. En sí mismo una declaración y un insulto. Promete. Patrick Bateman, no el asesino, sino el que tiene algo de su autor, algo de cada uno de nosotros, ha vuelto.
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