Antiguamente , como en las novelas rusas y en el teatro de Chejov, cada familia acomodada tenía a su disposición un profesor particular, un médico de familia, y un abogado para no hablar de una extensa servidumbre para otros oficios. Hoy lo que priva y mola es tener un entrenador personal y también un nutricionista. La alimentación, eso que es cada día más caro para el común de los mortales (pensionistas, amas de casa, la vasta gama de trabajadores asalariados explotados por un sistema inmisericorde que alarga las jornadas y no las paga) es un lujo mayor todavía para quienes acuden a los servicios de estos expertos en sacar provecho de la nueva religión del físico, yo los llamo chefs de la anti estrella Michelin. Porque seguir una dieta no es barato, y además requiere un tiempo que no existe para la mayoría de los que trabajan o tienen obligaciones familiares.
Las recomendaciones que nos dan por redes sociales, medios informativos diversos, etc., son a veces contradictorias. Pero coinciden en los enemigos públicos número uno para la salud y la belleza: el azúcar, el alcohol (primo hermano de la anterior), el tabaco y el sedentarismo. Por eso, explican, hay que correr maratones, abandonar definitivamente la bollería, los productos procesados y la priva. “No hay cuota de alcohol segura”, nos repiten machaconamente. La mayoría silenciosa asentimos con temor, pero reincidimos en la cervecita en la terraza de tardeo, en la copa de trasnoche discotequero o simplemente en el mueble bar hogareño, bien provisto de caldos y espirituosos. Hay “soluciones”, sin embargo, para quienes no quieran ser carne de gimnasio, esos templos de Apolo y Venus donde se exhiben en escaparate gentes corriendo y sudando en las diabólicas máquinas, como reclamo publicitario gratuito para quienes rechazamos esa servidumbre que nos parece oprobiosa, fuera de nuestro alcance o superflua. A estos santos lugares de culto al cuerpo acuden fieles a millares, desafiando las abusivas y torticeras condiciones de sus inscripciones y promociones. Muchos ni siquiera saben cómo se usa la maldita maquinaria, a riesgo de lesionarse. También está el Ozempic, o en último extremo intervenciones quirúrgicas. Ya Sanidad ha advertido a los médicos que no deben prescribir según qué medicamentos milagrosos a personas con obesidad.
Acabo de ponerme al día con ciertos estrenos de cine que he dejado pasar por mi sedentarismo y mi reclusión hogareña, que abomina de los viajes interurbanos y de las salas de exhibición. Me resulta más agradable evitar aglomeraciones en transportes públicos y cines, por lo que suelo conformarme con la pantalla chica de mi casa sentado en un sillón bergere o arrellanado en un incómodo sofá de Ikea. Con una aplicación prestada he visto The Whale, la película que protagonizó Brendan Fraser, un actor al que creía estancado en el cine más trivial que alguna vez me vio obligado a tragar en el televisor doméstico. Fraser, que ha sufrido en sus obesas carnes el peso de varias cirugías, producto de su oficio como actor de acción, ha llegado a pesar nada menos que 130 kilos y en esta película interpreta a un profesor de literatura de 275 kilos, postrado en un sofá y luego en una silla de ruedas. Charlie, el protagonista, sufre un cruel rechazo de su mujer y de su hija que le reprochan haberlas abandonado por una relación homosexual con un alumno.
El pobre obeso mórbido sufre una discriminación múltiple, por su condición física y por su orientación sexual. El drama de la gordofobia es aquí aumentado por otros factores.
Un adicto a la comida, al igual que otros que padecen las del alcoholismo o las drogas, es un enfermo emocional, una víctima de sí mismo y del entorno que lo condena y rechaza. El malhadado profesor obeso ha llegado a esa desastrosa situación debido al dolor que le ha provocado la muerte del amante y la separación de su hija, propiciada por su ex esposa.
El cuerpo del delito no es el delito del cuerpo, ese organismo destrozado por los excesos, ya sea de comida o de otras sustancias consumidas compulsivamente en una especie de suicidio a plazos. El cuerpo del delito se suele definir como “la persona que ha sido objeto de un delito” y aquí nos encontramos con la verdadera naturaleza de las adicciones.
Todos conocemos algún caso a nuestro alrededor, yo lo he visto en mi entorno familiar o personal.
Pero una cosa es la adicción y otra el pecado venial de unos tragos de más o unos cigarrillos, de vez en cuando. De ese temor y de esa culpa se aprovechan tantos vendedores de humo que nos arengan desde sus púlpitos mediáticos contándonos la buena nueva de la vida sana.
No voy a ser el cadáver más sano del cementerio o del tanatorio donde el fuego purificador eliminará hasta la última molécula de azúcar o de alcohol de mis huesos. Ni seré quien condene al fumador o fumadora enganchados a esta droga del pobre. Sigan los lectores adictos al gimnasio y a la dieta con salud, como decía uno. Macháquense hasta la extenuación, coman como periquitos, me da igual. Si existe la reencarnación, espero tener abdominales de tableta de chocolate (he comido tantas) y salir en el Men´s Health.
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