-Hola, papel, amigo. ¿Cómo estás? Yo estoy bien, gracias: Satisfecho y contento, sentado ante ti y la pantalla y el teclado del ordenador, dispuesto a rendir cuentas desde la última cumbre de mi vida.  Porque me veo como cuando de muy joven alcancé la cima del Mulhacén. Entonces pensé que cualquier paso que diera en la dirección que fuese, sería inevitablemente hacia abajo. Y me dispuse a disfrutar de aquel momento excepcional de cielo despejado y horizontes infinitos. 

Ahora es lo mismo, al fin de mi escalada intelectual a lo largo de toda una vida. Y es que, estoy seguro, he llegado al culmen de mi carrera intelectual, a la que me parece la cima de la “montaña inmensa” del que sé que solo es mi modesto entendimiento. Ya no voy a poder ir más lejos ni más alto. Y presiento el inicio de mi decadencia mental como ya hace un tiempo inicié mi menguar físico. No lo lamento. Porque me gusta que los telones bajen despacio, suavemente, sobre todo con la conciencia de que la representación ha concluido felizmente. La última vejez debe ser como unas satisfechas vacaciones. Al menos, eso es lo que me deseo.

Recuerdo que en mi primera juventud practicaba con pasión el montañismo. Mi obsesión eran las cumbres y creo recordar que no dejé sin hollar una sola de todas las de más de mil metros de altura, en mi provincia:  Aitana, Puig Campana, Maigmó, Penya Mitchorn, Bernia, Cabeçó d’Or, Silla del Cid, La Carrasqueta… Después me hice más ambicioso y busqué las alturas cósmicas. Sería tras de mi supuesto “trance” de Ifni. Pero eso ya te lo contaré luego. Así que hoy me he visto en la cumbre de mis posibilidades como Homo Sapiens y he presentido un Everest más allá de mi “Península Ibérica” personal. Aunque intuyo que no será un mono evolucionado – como yo y todos mis hermanos y hermanas -, su Hillary triunfante, sino un heredero nuestro el que tendrá ese honor, una máquina perfecta y autoconsciente salida del ingenio del viejo y caduco ser humano.

Bueno, no nos precipitemos. Tiempo y espacio habrá para explicarlo todo. En la bandeja de la impresora tienes suficientes hojas para plasmar todos mis supuestos hallazgos e hipótesis. ¿Verdad? 

En primer lugar, quiero decir que hoy solo pretendo plasmar mi historia intelectual, dado que en mis otros mundos hay muy poco y complejo de qué hablar. Formo parte de una familia completa y feliz, que no me ha dado más que satisfacciones. La excepcional y voluntariosa Suni, mi pareja; mis inteligentes hijas; mis prometedores nietos y nietas… Todos ellos no me han dado más que alegrías y hermosas promesas. Así que en este aspecto no me puedo quejar. 

Aunque mi vida profesional, como administrativo de la empresa nacional del tabaco, tras unas oposiciones a las que me condujo la buena voluntad de mi padre tras mis prosaicos estudios mercantiles, no fue más que una mediocre y enojosa andanza de la que me libré a la primera ocasión, quizá demasiado tarde y con la conciencia ya dañada. Y a partir de mi temprana jubilación, gocé de mi libertad creativa, publiqué quince libros, pinté muchos cuadros de tema astronómico e ilustraciones para libros propios y ajenos, miré mucho a las estrellas con mi telescopio, hice viajes a lejanos países para ver eclipses de Sol y al final me decidí a poner por escrito la parte inteligible de mi experiencia, no sé si mística, de aquella excepcional noche en los páramos de Ifni.

Y de eso es de lo que quiero dejar aquí constancia escrita.

                                          II

Fue una noche como muchas otras en la cantina del puesto de mando de Xaraffa, en la frontera con Marruecos. Después de una guerra con las bandas incontroladas marroquíes de los años cincuenta, el territorio – provincia según el régimen franquista – se había reducido a la capital, Sidi Ifni, y a un espacio de unos ocho kilómetros de profundidad alrededor, con una frontera de alambradas y fortines. Yo era el escribiente extraoficial de la compañía del capitán Moreno, ya que por ser hijo de un capitán republicano en la pasada Guerra Civil de 1936-39 no podía ostentar grado ni destino alguno. Por ello no residía en el puesto de mando sino en un bunker de ametralladoras en plena línea del frente. Mis camaradas en las noches de cantina eran Quique Ormaechea, cabo de transmisiones que después se haría hippy y viviría en Ibiza, y el catalán Ricardo Jaume, médico de la unidad, un tipo treintañero que había venido a cumplir la “mili” tras agotar todas sus prórrogas por estudios. Este pintoresco doctor hablaba con un deje muy particular, quizá por su ascendencia materna alemana, y quien no lo conociera diría que parecía algo retrasado; pero en realidad era una verdadera eminencia a la que consultaban a menudo los otros médicos militares.  

Esa noche, Ricardo comenzó la tertulia diciendo que “aquella era una ocasión perfecta para hablar de Dios”; lo que me dejó bastante sorprendido, por no poder creer que fuéramos a debatir cuestiones religiosas. Pero mi amigo sacó del zurrón un libro del filósofo oriental contemporáneo Krishnamurti, que el cabo Ormaechea se empeñaba en comparar con las viejas enseñanzas del Budismo Zen. 

Lo que pasó después lo relataría en un escrito que apresuradamente escribí esa misma noche en mi bunker-dormitorio de la frontera y que aquí reproduzco en parte:

    … “Así que, después de apurar la última cerveza, me había despedido de mis compañeros, que pernoctaban en el puesto de mando contiguo a la cantina, y me dirigí a mi dormitorio de cemento, a poco más de un kilómetro de distancia, en primera línea de frontera entre alambradas y campos de minas. Iba pensando en las palabras de Quique y Ricardo, que yo entendía meramente teóricas, pues no había visto en sus comportamientos ningún atisbo de esa increíble felicidad espiritual que anunciaban.”

“De pronto, un silencio total me sacó de mis pensamientos. Solo se escuchaba el pisar de mis botas sobre los guijarros. El escándalo de los chacales había enmudecido, a la vez que una extraña luz amarilla empezaba a dibujarse en el horizonte del este; una luz que muy pronto se concretó en el disco casi perfecto de una luna llena algo tardía, que bañó con un brillo irreal las tabaibas espinosas, las chumberas y las piquetas que sostenían las alambradas. Se hizo casi de día, en unos tonos pálidos y misteriosos…”

““No existo – probé a decirme, quizá influido por el ambiente -. El yo es solo una palabra…”, y di un paso mental al frente. Asumí, todavía temeroso, las razones de mis amigos. Me atreví a aceptar mi propia inexistencia, como la de una ola ilusoria cuyas aguas no se desplazan horizontalmente, sino que se alzan y bajan de forma alternativa.”

“Y al no ser nada, fui TODO. Mis límites ya no estaban en mi piel, sino más allá de las estrellas. Yo no era yo, sino todo el Universo; y mi voluntad, las leyes inexorables de la física que niegan el mito del libre albedrío. Todo ocurría como tenía inevitablemente que ocurrir, como está determinado desde el lejano Big Bang.”

“Entonces, los chacales volvieron a entonar su cotidiano escándalo aullador. Y aquel momento cambió mi vida para siempre.” 

(“En busca de mí mismo” – ALIAR Ediciones, Granada, 2024 – páginas 308 y 309)

                                          III

Hace de eso casi sesenta años, pero aquel suceso estaría presente en lo más profundo de mi ánimo consciente por el resto de mi vida. El problema que siempre he tenido para comunicar a mis lectores y amigos la que considero como la mejor buena nueva es el de transmitir en nuestro lenguaje habitual conceptos que están más allá de las palabras. Nos movemos, sin duda, en un mundo mental de tres dimensiones, e interpretamos la cuarta como tiempo que transcurre, pero más allá ¿cómo podríamos mostrar ideas que están allende de nuestras posibilidades dialécticas? Me giro en mi sillón de oficina y veo a mi perra Luna que me observa complacida. Yo soy el que le rasca el lomo, le da cachitos de pan a medio día y a quien acompaña por las noches mientras repaso el cierre de puertas y ventanas. Estoy seguro de que entre ella y yo hay un fuerte vínculo de afecto, igual de intenso en los dos sentidos de la relación… Pero mi cerebro contiene cien mil millones de neuronas que en su conjunto pesan kilo y medio, y el de Luna pesa solo 300 gramos. Nunca, por mucho que me esfuerce, conseguiré que mi perra aprenda la tabla de multiplicar, ni comprenda el sentido filosófico del tiempo, ni los fundamentos de su fisiología, aunque intuitivamente su supervivencia esté ligada a las cuestiones físicas y matemáticas del mundo que compartimos. 

Ahora imaginemos un ser superior a nosotros, con un cerebro de quince kilos, diez veces más poderoso que el nuestro. ¿Qué cosas podrá concebir y comprender que nosotros, con nuestras modestas cabezas de pretendidos homo sapiens – qué risa, “hombre sabio” – ni siquiera podemos plantearnos?  No intentéis imaginarlas, pues, como mi perra respecto a las matemáticas, vuestra – nuestra – capacidad mental no alcanzaría a comprender siquiera sus principios. ¡Esa es la cuestión!

Los que hemos tenido la dicha de asomarnos un instante a la ventana mágica – por las circunstancias que sean -, solo hemos podido retener en la memoria los conceptos que caben en nuestras cien mil millones de neuronas. Pero sabemos lo que hemos vivido, aunque seamos incapaces de traducirlo a palabras, ni siquiera a imágenes. Esa es la razón de que a pesar de tantos años transcurridos desde entonces, hasta hace muy poco no supe dar debida cuenta de la experiencia más importante de mi vida. Solo ahora, cuando pienso que ya he dicho todo cuanto quería decir, me entra la desazón, la angustia que me provoca el ser incapaz de comunicaros completamente la más importante de mis vivencias.

Solo os puedo decir que sé con toda certeza que la realidad última del Cosmos está más allá de nuestras capacidades mentales. Nuestra diferencia con mi perra Luna es que mientras su universo consciente está confinado en sus límites y ella ignora que no sabe lo que no sabe; nosotros ya podemos, desde hace milenios, hacernos preguntas cuya respuesta nos está vedada. Nosotros empezamos a intuir que ignoramos lo que ignoramos, Luna no y, seguramente, es feliz por ello.  

                                           IV

Las religiones, y también algunas filosofías subordinadas, no son más que vanos intentos de explicar el mundo inefable que nos rodea con las insuficientes premisas que nos permite nuestro limitado cerebro.  Las religiones actuales proceden de creencias muy antiguas, que han alimentado siglo a siglo nuestra reserva y nuestro miedo a la muerte inexorable, creando para nuestro consuelo mundos pretendidamente sobrenaturales a donde el “alma inmortal” vivirá en un futuro post mortem; o bien, en el caso oriental del eterno retorno de la reencarnación, donde podrán corregirse nuestras faltas. Los sacerdotes y sus protectores políticos también aprovecharon para inventar infiernos o deudas morales a pagar en las siguientes vidas, como métodos infalibles para mantener el orden social. En este sentido la religión fue una poderosa herramienta para la perpetuación de las sociedades organizadas y jerarquizadas; aunque han supuesto un freno social y una paralización del progreso del pensamiento metafísico. Por eso la Filosofía se ha visto condicionada y hasta censurada en sus propuestas a través de siglos de oscurantismo.

Pero hoy la ciencia ya ha roto su servidumbre ideológica y se impone como espíritu del pensamiento inteligente. Aunque el desprestigio de las religiones nos deja inermes ante la perspectiva de la muerte inevitable, mientras ninguna idea pueda presentarnos una esperanza de supervivencia.

Y ahí radica el papel del concepto de la consciencia perdurable. Pensemos que, a falta de ánimas inmortales, lo que verdaderamente es inmortal, eterno si cabe, es el átomo y sus componentes, todos ellos formados en el Big Bang inicial o, en todo caso, en estrellas Supernova de las que descendemos todos. Los miles de millones de átomos de carbono y otros elementos que configuran nuestro órgano pensante se dispersarán a la muerte, claro está, como han venido haciendo desde hace miles de millones de años en este modesto planeta. Después formarán parte de la atmósfera y se organizarán, tarde o temprano, en nuevas formas vivas. Nuestros átomos de hoy serán parte de otros seres futuros: perros (como Luna), flores, aves, reptiles… qué sé yo, como han sido antes otros seres vivos durante miles de millones de años. La muerte de los ateos, como una nada absoluta, no tiene sentido. La vida propia es solo una anécdota en el mar inmenso de la Vida Total.

Y eso, ocurre sin duda sin salirnos de nuestro pobre mundo tridimensional. Lo que debe haber más allá ni siquiera nos lo podemos imaginar. Quizá, en un no muy lejano futuro, nuestro hijo inevitable, el ente sabio y eterno del mañana, nos lo pueda mostrar. En todo caso, nuestros lejanos descendientes humanos, en sus reservas zoológicas o donde se encuentren, se consolarán de su ignorancia viendo cómo sus hermanos mayores, los “machina sapiens”, no le temen ya a una muerte que no existe ni ha existido nunca.

                                          V

En 2019, con la editorial Letrame, publiqué mi ensayo titulado “¿QUÉ SOY YO?  La gran pregunta”. De poco más de cien páginas, la mayoría dedicadas a otros autores, creo, sin embargo, que es la más importante de mis obras. En ella analizo las opiniones sobre nuestra naturaleza mental, la vida y la muerte, de pensadores de tiempos pasados (Descartes, Russell, Bruno, Teilhard, etc.) para entrar de lleno en las obras de los más avanzados actuales, como Roger Penrose, John R. Searle y algún destacado técnico de la mal llamada Inteligencia Artificial actual.

El futuro Premio Nobel de 2023, Roger Penrose, en su obra “La nueva mente del Emperador” expone su teoría de la consciencia. Se ocupa, antes de la nuestra, de la respuesta a la pregunta “¿Puede tener mente un ordenador?” Y sostiene que el hecho mental no es computable, aunque sí puede ser simulado casi a la perfección, y para demostrarlo recurre, entre otros, al ejemplo de la “habitación china”, de John R Searle, de la que me ocuparé luego. Después nos hablará del Teorema de Gödel y de la Física actual, tanto relativista como cuántica. Solo al final se interesa por el cerebro humano, concretamente, según el cirujano Wilder Penfield, que afirma que la consciencia parece residir en el tálamo, el cerebro medio y la región reticular. Reflexiona sobre las relaciones entre el lenguaje y la consciencia y entre el primero y la lógica; y nos muestra el funcionamiento interno del cerebro hasta donde se conoce en la actualidad. Y acaba considerando que el pensamiento humano no es del todo computable y que los ordenadores cuánticos no dejarán de ser “máquinas de Turing”, más veloces que los actuales, pero sin ego. Al final confiesa que ni la mecánica cuántica ni la clásica pueden explicarnos la forma en que piensa nuestro cerebro. Y termina con la frase “LA MENTE NO ES UN ALGORITMO”. Hay quien opina que para tan corto viaje no hacían falta tan voluminosas alforjas. Porque al fin nos damos cuenta de que Penrose ni siquiera se ha planteado la pregunta “¿Qué soy yo realmente?”

John R. Searle, autor de “El misterio de la conciencia”, es el padre del argumento de la “habitación china” utilizado por Penrose en su libro. Este ejemplo muestra perfectamente el papel de un ordenador binario con respecto a la mente humana: Supongamos que estamos en China y no sabemos nada de chino. Nos encontramos en el interior de una habitación comunicada con el exterior tan solo por la ranura de un buzón. Los chinos de fuera meten por él sus preguntas escritas en chino y yo tengo que contestarles escribiendo bajo ellas las respuestas. Pero, ya he dicho que no sé chino. Sin embargo, tengo un libro donde figuran, en chino, todas las posibles preguntas y sus correspondientes respuestas. Cuando recibo una pregunta escrita, busco en el libro y escribo la respuesta sin saber el significado de la una ni de la otra. Devuelvo el papel, que sin duda es muy importante para el chino emisor, aunque para mí solo ha sido un trabajo mecánico sin significado alguno. En realidad, me he comportado como una simple máquina de Turing.

Antes de mostrar sus propias opiniones, Searle nos muestra las de unos cuantos autores, como Francis Crick y Gerald Edelman, dos eminentes neurobiólogos. El primero opina que somos “una asamblea de células nerviosas y de las moléculas a ellas asociadas”, y que “resulta sorprendente cómo el cerebro hace tanto con un mecanismo tan limitado”. E interpreta que la consciencia es una propiedad emergente del cerebro.

En cuanto a Gerald Edelman desarrolla en su abra, según Searle, una profunda teoría neurobiológica, basada en la idea de los “mapas cerebrales”, que constituyen lo que su autor llama “cartografía global”. Estamos ante una hipótesis de trabajo.

Pero ninguno de los dos, nos dice Searle, han llegado a desarrollar la cuestión de cómo estos mecanismos cerebrales pueden producir experiencias conscientes.

Después de ocuparse de Penrose, que ya hemos tratado, Searle nos muestra a dos filósofos, Daniel Dennet y David Chalmers. El primero es un conductista que niega todo lo que no se puede probar con el método científico; y que define nuestra conducta como el producto automático de una programación natural que no distinguiría entre seres humanos y zombis inconscientes, ambos carentes de consciencia subjetiva. Searle disiente de él y dice que “nadie en su sano juicio puede negar la existencia de las sensaciones”.

Chalmers, por el contrario, es el polo opuesto a Dennet, y considera que la consciencia está por todas partes: Las piedras son conscientes, mi estómago y la Galaxia de Andrómeda también lo son. Aunque la consciencia no tiene nada que ver con la voluntad y somos solo espectadores de lo que ocurre en el mundo.

Después Searle menciona a Giordano Bruno y a Teilhard de Chardin, así como a otros autores modernos, como Israel Rosenfield, para terminar con sus propias opiniones. 

Entiende que los cerebros tienen la función fisiológica de producir consciencia, como la del estómago es realizar la digestión; aunque de momento aún ignoramos cómo lo hace el primero. Así que tendremos que averiguar antes o después su funcionamiento. Y se lamenta de que la ciencia haya tardado tanto en considerar la consciencia como algo digno de estudio.

Searle cierra su libro con una serie de preguntas y respuestas, insistiendo en rechazar los malentendidos filosóficos dualistas y negacionistas que han entorpecido hasta ahora la investigación.

Y tras dar razón de una entrevista con el informático Francisco Escolano, especialista en Inteligencia Artificial, que da cuenta de los últimos avances en ese campo, procedo a dar mis propias opiniones y conclusiones, que coinciden en gran parte con lo ya dicho en los capítulos precedentes del presente artículo.

Me ocupo, en primer lugar, de “La mente consciente y su usuario”, tema que me preocupa enormemente, porque ¿Quién es ese “usuario” de mis pensamientos y mis percepciones? En última instancia, ¿Qué soy YO? ¿Quién es ese “usuario” sin el cual nuestro cerebro no sería más que otra máquina de Turing, otra “habitación china” sin ego ni sentido alguno?

El siguiente capítulo se titula “Instinto, aprendizaje, inteligencia, lenguaje y reflexión. La conciencia es otra cosa”. Y el mismo título define su contenido.

Después vienen otros capítulos dedicados a Platonismo matemático y la Inteligencia artificial, el Determinismo, el azar cuántico y el libre albedrío, del que acaba mostrando su imposibilidad en el mundo físico, determinista inevitable, para dar lugar a consideraciones sobre “el Yo imprescindible” y la posibilidad de que la mente pueda ser trasplantada.

Y a continuación se consideran las posibles causas del origen de la consciencia o su alternativa el panpsiquismo. Y termino la exposición con una frase de Einstein: “Lo más incomprensible del Universo es que el Universo es comprensible”.

Tras esta confesión de impotencia, me propongo, en el último capítulo, adoptar una actitud consecuente, que ha de ordenar mi conducta ante el mundo.

Y hablo, para situarnos, de una consideración sobre la tanatofobia, es decir, el miedo a la muerte que fustiga al ser humano, como único animal con plena conciencia del tiempo, en cuyo futuro habita el desenlace final de la vida. Sostengo que este miedo permanente es, sin lugar a dudas, una forma de locura, un veneno larvado en el fondo de nuestra capacidad inteligente. Este es el origen de las religiones, como tabla de salvación, toda vez que prometen una vida eterna, eso sí, si se siguen ciertas normas que favorecen a las clases dominantes de la sociedad, en una alianza entre poderosos y sacerdotes. O sea, que el dilema del ser humano es que tiene que elegir entre el pánico y la sumisión.

Una forma de salir de la trampa es la que proviene del Budismo Zen, que niega la existencia del YO, y que, según Alan Watts, compara con el falso movimiento de una ola, que paree trasladarse horizontalmente, pero que en realidad está constituido por una serie de movimientos alternativos verticales de masas diferentes y sucesivas de agua del mar. Y añade: “Nunca hay otra cosa que el presente, y si no podemos vivir en él no podemos vivir en ninguna parte”.

El pasado, donde están también los infinitos momentos anteriores a nuestro nacimiento, y el futuro, donde está la muerte y todo el tiempo posterior, no nos pertenecen, dicen los Zen.

Así que llamo al lector a adoptar una actitud consecuente. Y le invito a convivir con este misterio, “con la esperanza de que el Universo comprensible acabe mostrando al ser humano (o a sus sucesores más sabios, añado ahora) la explicación racional de la propia identidad”.

Y tras recordar mi trance de Ifni, termino el libro con la carta que envié a mi amiga doliente Lourdes Urquidi, en trance de dejar este mundo.

                                           VI

Para terminar este artículo, diré que estoy firmemente convencido de que el anterior capítulo, dedicado al ensayo que titulé “¿QUÉ SOY YO?  La gran pregunta” muestra y analiza mi obra capital y que no hay ya nada más que os pueda decir, dentro de mis posibilidades humanas.

Sin embargo, quiero insistir, antes de despedirme de mis lectores, en las siguientes conclusiones:

1.- No tenemos ningún motivo para creer en la existencia de un mundo sobrenatural del que la ciencia no ha obtenido evidencia alguna.

2.- La comprensión del mundo y sus leyes parece depender del número de neuronas que constituyen el cerebro (Ejemplo: Mi perra Luna y yo).

3.- Seguramente, no somos capaces de abarcar con nuestro modesto cerebro la Realidad Total del mundo.

4.- Resultará inevitable que, tarde o tempano, sustituyamos la evolución natural por una artificial que cree cerebros superiores al nuestro, que sean capaces de comprender la Realidad Total.

Y, sobre todo, no temamos a la muerte, toda vez que los componentes de nuestras neuronas conscientes son átomos inmortales, surgidos del Big Bang o de las Supernovas.

Así pues, me despido deseando a mis amigos lectores una vida muy larga y feliz, llena de satisfacciones, cuando son las 10’10 horas del día 12 de junio de 2025.

Os quiero.

Y mil gracias, papel, por amparar mis palabras.