Se decide la escapadita y abandona uno el domicilio con radiante alborozo, haciendo malabarismos: seis maletas en una mano y la sombrilla entre los dientes. La familia, embutida en el utilitario, leva anclas. El orgulloso padre de familia arranca su carreta de combustión interna: él no va a morir achicharrado y patas arriba en la deflagración de un mamotreto eléctrico; José Luis morirá como Dios manda, a los cincuenta y cinco y con las arterias atascadas por la manteca de cerdo y la bollería industrial. Ese silbidito que se escucha en la calle, ¿será un petardazo termonuclear, presto a aguarnos la fiesta? No, es la hija de Fermín, que le está haciendo carantoñas al canario. Bajo su ventana, un animalista de greñas azules está expulsando hiel por la boca: pobre pajarito enjaulado, víctima inocente de una sociedad asesina que coarta la libertad y se alimenta ferozmente de seres vivos racionales… Aquí, el animalista se atraganta con el porro y echa a perder el elocuente discurso.

Se zarpa rumbo al paraíso. El niño está llorando desde que lo sacaron de la cama. Además de este llanto armónico, la chiquilla, por un enfurruñamiento, está dando la matraca a su madre: amenaza con echarse un novio y volar del hogar opresor. Se autopercibe sexualmente seudopositiva y partidaria de las relaciones prodirectas y de conexión enérgico-transversal. Siete años cumple la criatura el mes que viene. La madre la contempla con ese rictus que se observa habitualmente en una persona presa del pánico, con sonrisa temblona y un ojo parpadeante. Cualquiera contradice hoy a un niño. Le pueden imputar a uno hasta tres delitos. Viva la educación orgánica.

Se divisa por fin la playa, azulona y coqueta, más allá del enjambre interminable de chapa y tubos de escape y de una loma medio calva. Se ralentiza la marcha, fruto del embudo. Junto a la ventanilla de José Luis, desfilan tres comunistas en bicicleta y dos fascistas en coche de alta gama. El niño pregunta, entre sollozo y sollozo, si en aquella ermita minúscula de la colina está Dios o si es tan pequeña que no cabe. Su padre, que no perdona el chascarrillo, responde que Dios, a estas horas, está colocando la toalla en la arena. Aparcamiento y evacuación del vehículo. Un minuto más y se les derrite la materia gris. Se clava la sombrilla como si se hubiera conquistado Saturno. Un bocado de tortilla y otro de arena. Cada vez que se lleva una oliva a los labios, el vecino le hunde a José Luis el codo en las costillas. En un descuido, en lugar de la rodaja de chorizo ha mordido el bolso de una señora. Que no falte, en estas escapadas de asueto, la frase lapidaria: «Mucha crisis, pero para irse de vacaciones siempre hay.» Y el reproche a toro pasado, envuelto en ojeriza mala: «Tendríamos que haber ido al otro sitio, que hay menos gente».

En ese efímero instante que sucede al último traguito de cerveza, sobrevuela un atisbo de extraña felicidad, una pizquita de paz, una tregua. Semidespatarrado en la tumbona, casi abrazado a una grata despreocupación, bajo un sol cosquilleante, le parece a uno que podría acariciar, elevando tímidamente una mano, los flecos aterciopelados de una alegría honda e inmensurable. Hasta que, de pronto, recibe el cruel zambombazo de una pelota en la cara.