Desde hace ya un tiempo, y resultaría ardua tarea señalar cuánto hace exactamente que comenzó esta tendencia, se ha venido desarrollando una estrategia de sospechoso calado, de incomprensible beneficio: la de hacer creer a todo el mundo, absolutamente a todo el mundo, sin distinción de ningún tipo, que es insustituible y prodigiosamente fascinante. De hacer creer a cada individuo, sin preferencia, sin aplicar ningún criterio, al más esforzado y al más vago, al más sensato y al más irresponsable, al más generoso y al más cicatero, que es digno de elogio y carne de profunda admiración.
El conducto utilizado para propagar esta entrañable estrategia ha sido, qué duda podía albergarse, las redes sociales, ese desván inmenso y polvoriento donde arrumbamos todo aquello que no logramos materializar en el mundo real. En un muy lejano futuro, si no reventamos antes en mil pedazos en virtud del petardazo de una de esas veinte mil bombas termonucleares que penden de un hilo temblón sobre nuestras cabezas pelonas, en los libros de historia se trazará una división periódica perfectamente definida: la Prehistoria, la Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna, la Edad Contemporánea y la Edad del Wasap. Es el modelo de involución social más complejo, minucioso y asombroso que hubiera podido imaginarse, y no precisamente sin esfuerzo. De no haberlo visto, y bien de cerca, nadie lo habría creído. A través de este conducto, apuntábamos, el de las redes sociales —fenomenal caballo de Troya de la desinformación, de la estupidez supina, del regreso acelerado a las cavernas, al más estancado analfabetismo—, se ha venido espolvoreando, en forma de frasecillas célebres, una suerte de dogma dulzón, una especie de postulado infantil, disfrazado de improvisada filosofía, que no se sostiene ni con siete pilares de hormigón, y que podría resumirse como sigue: usted vale más que un diamante, y debe amarse a sí mismo prioritariamente.
Si se presta la suficiente atención, con el consiguiente e inevitable sofoco, se descubrirá que cada día brota de entre las piedras una nueva legión de virtuosos pensadores, a cuál más poéticamente arrebatado: «Te mereces todo, quiérete», escriben con letra rizada sobre fondo colorido, y esta viene a ser la principal línea editorial. «Solo tú sabes cuánto vales». «Mímate, no permitas que nadie te menosprecie». «Tú, y a tus pies el universo todo». Asfixiados por el empacho de semejante doctrina, machacona como un martillo pilón, nos vemos obligados a echar mano del inhalador. Ni con cuatro bofetadas logra uno recuperarse del vahído. Este gas sarín de los nuevos vendehumos de la autoayuda se agarra especialmente a las vías respiratorias y no se puede ni soplar una vela.
Qué hermosa sociedad se construye con este tipo de insidiosas filosofías. Primero el yo, el yo ante todo, y después los demás. Se fomenta hoy poderosamente el egoísmo, y a renglón seguido el egotismo, como un suplemento dominical. Y se aniquila, por ende, toda empatía por el prójimo. Dónde quedó, se pregunta uno, horrorizado, el delicioso encanto de la modestia, el preciado tesoro de la humildad.
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