Anda el avispero revuelto, se balancea rítmicamente el verdadero objeto de la fe. La brújula espiritual tiembla febrilmente, con un san Vito de aúpa. Estamos en época de fuertes bandazos. Se ajustan los engranajes de la fe al amor de los susurrantes cantos de sirena. Devoción sí, mire usted, la duda ofende. Veneración a pies juntillas, faltaría más. ¿Pero a quién?, ¿pero a qué? Un relevo en el Palacio Apostólico es un pretexto que ni pintado para examinar la buena salud de una creencia milenaria. Introspección mística de altura. Se desempolvan minuciosamente las razones de la fe, los buenos motivos, que descansan en ocultos rincones del corazón. A priori, un ejercicio higiénico.

Ahora bien, el combate es desigual y está peligrosamente amañado, pues de combatir se trata. Existe otra fe poderosa, demoledora, que arrastra consigo espíritu y moral, ética y principios. Es la otra fe, la fe de la cartilla, la del IBAN. Es la fe que insta a rezar despacito, en voz muy baja, la de pedir con disimulado fervor que toque el gordo. O un segundo premio, cuando menos. La fe del apartamentito en primera línea de playa, la del viajecito merecido a Cancún. Esa fe que se sustenta en gruesos pilares de cotidiana filosofía, la que se apoya y se afirma en sorbitos tiernos de amor propio: «Toda la vida trabajando como un burro, qué menos que un pellizquito», «Ay, si yo pudiera comprarme un descapotable, ese rojo del escaparate de la esquina, para invitar a la Manoli a dar un paseíto.» Y todo se condimenta con un «Si Dios quiere», o con un «Virgencita, qué poco te pido.»

En misa —en la misa forzosa, la de las comuniones y las bodas—, después del Padre nuestro que estás en el cielo, se extravía la letra y se chapurrea a trompicones, desordenadamente, siguiendo a duras penas el compás titubeante del vecino, pero por rascar una Primitiva o un Euromillón se es capaz de rezar en fluido arameo una oración de treinta y seis versos. Qué pureza puede hallarse en el rezo de un niño, en sus cuatro esquinitas. Es una fe ingenua, una fe cándida y preñada de bondad, una fe perfectamente inmaculada. Qué ansia, qué malicioso interés se observa, sin embargo, en el rezo anhelante de un codicioso. Por la mañana se besa con viva exaltación el medallón del Sagrado Corazón, con los ojitos vueltos hacia atrás, y, al rendir el día, el santo escudo del equipo de fútbol. Algunos décimos de lotería, de tanto beso, de tantas muestras de adoración al sacramento pecuniario, han acabado perdiendo hasta el color. Esta otra fe mueve montañas, olivares enteros y hasta mamotretos medievales.

De la fe primigenia —de la buena, de la oficial, la que lleva marca de verificación azul— nadie se acuerda en época de vacas gordas. No se acuerda de ella ni el sacristán. Pero cuando el ganado comienza a perder peso… Ay. De la fe se acuerda el perro cuando lo devoran las pulgas.