Aunque no queramos admitirlo, muchos guardamos en un rinconcito del corazón una suerte de deseo, un anhelo secreto: no el de la vida eterna —valiente aburrimiento—, sino el de la permanente juventud. Imaginamos con abrumada ensoñación que un día de estos, tal vez, quién sabe, la ciencia hallará una pastillita, una pildorita azul que tragar, y nos abrazaremos para siempre a esa deliciosa primavera del cuerpo. Y hacemos trampa: por pedir, pedimos hasta una juventud con los dolores ya masticados, con los errores ya asumidos, con la completa experiencia que da la vida. Una juventud remozada, impecable, flamante, con todos los extras.
Pero algo se interpone tozudamente en nuestro angelical deseo. Algo negro, ceñudo, algún bichejo repugnante y endiablado, un espantajo con pelos en las orejas, emisario del más retorcido destino. En fin, algo asqueroso que se traba con mala idea y peor voluntad en mitad de nuestro florido sendero, arruinándonos la fantasía, y con él, de su mano, el implacable paso de los años, horrible y arrollador como una gigantesca pelota de estiércol.
El soltero, preñado de greñas caducas, aguarda el milagro agarrotado en el sofá, desahogando su frustración a patadas con el monstruo final del videojuego. Qué es ese relámpago en el riñón, se pregunta al enfundarse los calcetines bicolor, a cuento de qué se presenta ahora este achaque, justo cuando asoma el prometedor fin de semana. Ay, el espejo, maldito confidente, que nos descubre con descarnada crudeza, un día tras otro, la asombrosa realidad, ese transcurrir sarcástico del tiempo, obstinado en marchitarnos como una florecilla endeble. El soltero cincuentón, embadurnado de rancia colonia, se envalentona con la convicción de que va a merendarse el mundo, pero lo cierto es que apenas puede merendarse media morcilla, por temor a pasar la noche en urgencias. Sale de casa muy tieso, muy risueño, con su historial de dramas a cuestas, y se sienta en un rincón de la cafetería, y con miradas espeluznantes escudriña a las muchachas de veinticinco, que solo ven en él, y esto piadosamente, al jorobado de Notre Dame.
A la soltera cuarentona, independiente y resuelta, dueña de su vida y timonel de sus propias aventuras, de vez en cuando se le aparece, como por arte de magia, algún asiduo admirador, un pretendiente semiolvidado de aquellas noches de infancia en que jugaban y corrían en el barrio con el bocadillo en la mano, un viejo y afectuoso adorador. Es decir, un pesado de aúpa. Él le renueva la promesa de bajarle la luna, y ella lo despacha con un bufido. Y qué hago yo con la luna, se pregunta ella, yo lo que quiero es arreglarme la boca. Indignada también con las cornadas hirientes del paso del tiempo, se parapeta tras unas enormes gafas de sol: medio metro cuadrado de cristal oscuro y todavía es poca superficie para esconder tanta arruga. Encadena un viaje tras otro, a cuál más exótico, creyendo gozar así de una quimérica y nueva mocedad, rodeada de amigas que ya no soporta, pero la realidad es bien distinta: el gato, generoso confesor de su amargura, la está esperando en casa.
Hay algo especialmente grotesco en este delirio, en tratar de imponernos a toda costa una ilusoria juventud. Hay algo incluso poético en esta derrota del ser humano frente a la descomunal e inmutable naturaleza. Hay algo de chascarrillo.
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