Deslumbrante e inabarcable territorio inexplorado. Para un niño, el mundo es un vasto campo de juegos, son arenas relucientes y movedizas de tierno caramelo. Son paisajes de ensueño, de verdadero ensueño. Son fantasías tangibles. La graciosa luz del amanecer es una invitación, un estímulo, la continuación de sus simpáticas travesuras. Existen en el niño mil excusas para desplegar una carcajada. En cada esquina, un nuevo reto, una nueva tentación, una nueva sonrisa.

Al parecer, llega un momento terrible en que hemos de renunciar a la niñez. ¿Por qué?, nos preguntamos. ¿Qué nos impulsa a repudiar ese mundo de fantasía? ¿Quién nos obliga a romper los lazos que nos unen a esa preciosa ilusión? Nos vemos arrastrados por las convenciones de una sociedad, de un tiempo, de un contexto. Debemos caminar erguidos, debemos fingir una melancólica tristeza, debemos quejarnos por todo y a cada momento, debemos aparentar serenidad, prudencia. Hemos de mantener, en lo sucesivo, una solemne compostura, censurando en el rostro cualquier atisbo de entusiasmo. La madurez es una de las trampas más grotescas y desgarradoras en que cae el ser humano. Se puede ser congruente, se puede ser sensible, comprensivo y amable sin dejar por ello de ser un niño. No se requiere en absoluto la caducidad de la infancia para conducirse admirablemente frente a una comunidad. Se puede ser honorable y navegar las frías aguas de la sociedad sin abominar de los sueños, sin dejar de acariciar la más hermosa quimera.

Es una magnífica paradoja atribuir a un niño cualidades desfavorables, como la torpeza, la ingenuidad, el desconocimiento o la credulidad, cuando la inmensa mayoría de las personas adultas hacen alarde involuntario y constante de todos estos defectos. Se sugiere al niño que abandone su niñez, que se convierta en una persona de provecho, en una persona razonable y madura, en una persona sensata, pero ese razonamiento y esa sensatez nos abocan invariablemente a la envidia, al odio, a la codicia, a la aversión, a entablar guerras, a establecer desavenencias entre familias. Oh, qué grandes bondades acarrea la vida adulta, la etapa madura, la conducta equilibrada, el saber estar. Cuántos privilegios proporciona esa cosa meritoria y abstracta, la de transformarse en una persona de provecho, en una persona como Dios manda. Instamos al niño a que desdeñe sus juegos ridículos, sus pasatiempos vergonzosos, y lo alentamos a que los sustituya por las primorosas actitudes del ser humano adulto, que, dramáticamente, y basándonos en la experiencia, no empujan más que a la miseria, a la decepción, a la venganza, al conflicto, al dolor. El individuo adulto, ese dechado de envidiables virtudes.

Hemos perdido la visión del niño, esa perspectiva preñada de pureza, de dulzura, de auténtica esperanza. La genuina visión de un niño, tan menospreciada, tan ridiculizada. Qué espeluznante terror nos sobrevuela ahora, sin embargo. Qué espantoso horror merodea en las sombras del jardín: el terror de aceptar nuestro fracaso, el horror de admitir que era la visión del niño, y no esta estúpida postura de patética madurez, la que daba verdadero sentido a la vida.