Tendemos hacia la impostura. Como revueltas y numerosas piezas de privilegiado ganado, tendemos orgullosos hacia un mundo artificial, hacia una vida artificial. Tendemos hacia la existencia vacía, hacia abrazos fríos, hacia gestos inflados de artificio. No contentos con el aislamiento, no satisfechos con la construcción de esas burbujas orgullosas en que huimos del contacto humano, ahora nos arrojamos al abismo del universo sintético. Todo se vuelve patético remedo, todo se convierte en parodia, en caricatura. Los besos hacia los que orientamos nuestro amor son besos con la misma consistencia de un holograma. Tendemos hacia la mentira, hacia el autoengaño, hacia un mundo insoportablemente aséptico.

Es habitual escuchar sentencias cotidianas de este tipo: «Los tomates de hoy ya no saben como los tomates de antes». Es posible que así sea. ¿Y la vida? ¿La vida hacia la que tendemos tiene alguna similitud con la vida de antes? ¿Conserva el mismo sabor? El calor sintético de los abrazos de hoy poco tiene que ver con esa amorosa llama que incendiaba los abrazos de antes. Nos inclinamos hacia la más abominable indiferencia, hacia el más disimulado desprecio. A quién le importa hoy el valor de una conversación, la narración de una experiencia. Quién muestra hoy un interés verdadero en lo que está contándole un amigo. Fingiré que presto atención durante un minuto, pero mi único deseo es hablar de mis problemas, unos problemas que tú tampoco escucharás, que tú despreciarás igualmente. Minucioso bucle infinito de desdén, de enorme apatía. Tendemos hacia un laberinto de relaciones insignificantes, hacia un enmarañado enjambre de inútiles y prefabricados acuerdos de convivencia. Nos encaminamos ciegamente hacia la aniquilación del amor familiar, hacia el exterminio de la más genuina ternura. Estamos aprendiendo a no echarnos de menos, a no añorar el encuentro con aquella tía, con el abuelo, con el hermano.

Pero la filosofía, arma prodigiosa, recurso de personas inteligentes, es también una valiosa barricada donde refugiarse y resistir, donde hacer frente al pensamiento caótico, a los demonios de la indolencia. La filosofía tratará de hacernos entender que todo depende del cristal con que se mira, que no son más que puntos de vista dramáticos, que solo son caprichos violentos del desaliento, que el mundo siempre ha sido mundo y que sus altibajos naturales y cíclicos han logrado persuadirnos de que hoy estamos peor. Nos explicará que esa vida sintética hacia la que tendemos no es más que una ilusión, una ilusión asimismo sintética. Que esos estados de ánimo carentes de toda emoción, de toda humanidad, en el fondo son el fruto de nuestras percepciones ridículas, desatinadas. Un juicio apresurado, una pataleta de individuos malcriados.

Tendemos hacia el desastre, hacia la deshumanización de la sociedad. Pero la visión práctica e interesada de unos pocos tratará de convencernos de que, en el peor de los casos, ese mundo insustancial hacia el que galopamos es el justo castigo, la consecuencia natural de nuestros pecados. Unos pecados que distan mucho, sin embargo, de los pecados de ayer, tan terribles, tan corpóreos. Los pecados de hoy apenas hieren la superficie del corazón, apenas purifican el alma con su dolor ilusorio y sintético.