La población se congrega asiduamente en unos espacios determinados en que se realiza el culto, en lugares muy a propósito para la expiación del pecado y la confesión de deseos y tentaciones. Estos sagrados rincones de exaltación de las pasiones mundanas, este honorable sumidero de vicios y flaquezas no posee un nombre único; por el contrario, tiene muchos: tasca, taberna, fonda, bodega, bar, antro, mesón, cantina, cuchitril… y otros ingeniosos apelativos que resultaría harto grosero referir aquí. Además de haberse erigido con el pesado transcurrir de los años en apropiado emplazamiento para la efervescencia del espíritu y el adormecimiento de la razón, esta suerte de parroquia, donde se purga hábilmente la carne y se redimen los corazones descarrilados, sirve asimismo como museo, como escaparate inefable y abrumador de la especie humana. Son templos del paroxismo nacional, y están tan arraigados, son tan inherentes al ser humano, concretamente a la especie peninsular, que si mañana bajáramos a la calle y no encontrásemos ni un solo bar abierto, si se extinguiera repentinamente hasta la última taberna, estallarían de dolor y consternación las poblaciones, reventarían los ocho mil municipios de este país como huevos arrojados contra un muro de hormigón.
En el bar se resuelven todos los problemas. Los parroquianos más insignes, los que ostentan ya galones dorados y deslumbrantes de oficial, a fuer de penitentes habituales, se empinan ágilmente sobre el taburete y declaman consignas con que desentrañar hasta el apuro más intrincado, hasta el asunto más peliagudo y más de moda. La liturgia cuenta con expresiones bien conocidas, que se utilizan como arranque: «Si yo fuera presidente…», «Si yo fuese el entrenador…», «Una buena torta a tiempo…», «Si a mí me tocara el gordo…» Después se desarrolla el argumento con mayor o menor acierto, dependiendo del caso y la delicadeza del negocio, y los feligreses comienzan entonces a intercalar sus diferentes puntos de vista, regados de abundantes interjecciones y exabruptos. Rara vez se alcanza un consenso satisfactorio que acomode a todas las partes, pero en estas sutilezas residen también la alegría y el placer de una animada contienda. «Ponte otra, Manolo, que el vaso tiene un agujero».
La taberna se revela como muestrario muy exacto de los dramas y tragedias más generales de la población. Allí pueden hallarse las miserias más pormenorizadas del individuo, extraordinario y preciso reflejo de una sociedad compleja. Es un minucioso inventario de ideologías, de desengaños personales, de complejos, de ensoñaciones frustradas; un dilatado repertorio de decisiones erróneas y de grandes entusiasmos de juventud que la debilidad o la mala fortuna acabaron truncando.
Los camareros, maestros de ceremonia pasivos en estas parroquias de redención, se convierten con el paso del tiempo y la acumulación de experiencias en verdaderos psicólogos y entendedores privilegiados del alma humana. Cinco años frotando un trapo tras una barra equivalen a tres cursos de psicología avanzada. Se han dado casos en que algunos camareros han abandonado estos templos cerveceros provistos de una libreta, un bolígrafo y una bata blanca.

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