Tanto comes, tanto vales. Y sobre esta estúpida y apócrifa consigna se puede edificar un artículo. Devoremos un carro de solomillos a fin de trepar en esa invisible escalinata que conduce a la gloria. Se ha de tragar por castigo, por imposición divina. Si no se come arrebatadamente, y más importante aún, si no se alardea con pruebas gráficas del atiborramiento, no se es nadie, se zambulle uno trazando una fenomenal pirueta en el charco infame de la miseria social. Si no se aportan evidencias del hartazgo, si no hay fotografías de la indigestión, se convierte uno en esa cosa negra, en esa deshonra a que arrastra la desgracia: en un cero a la izquierda.
Qué ocasión magnífica esta temporada navideña para masticar atropelladamente cuanto pueda introducirse con febril exceso por el hocico. Temporada navideña que organiza y promueve, como un verdadero lobby —según el célebre sindicato de cuñados—, un destacado amasijo de empresas capitalistas. El Belén se pone en el recibidor sobre una mesita auxiliar, papel de plata mediante, junto a la puerta, al ladito del perchero y de los paraguas, porque lo dicta la Coca-Cola. Se consumen gambas y percebes con ruidosa alegría porque así lo ordena don Amancio Ortega. Y las luces navideñas se instalan y se encienden en el pueblo a principios de octubre, con el consiguiente y enardecido aplauso de la masa boquiabierta, porque a Iberdrola se le antoja, aunque este último punto no solo lo suscribe el sindicato de cuñados. Y no se celebra la Navidad en agosto porque a los de marketing de El Corte Inglés no se les ha calentado el morro todavía, pero pudiera ser.
Son fechas lucientes de benévolos deseos, de reencuentros familiares más o menos entusiastas y de espantoso atracón. Y de este atracón hay singulares variantes, pues no se limita el esperpento únicamente a empujarse ingentes cantidades de alimento en el esófago. Está, también, el atracón de los precios, que no es moco de pavo, precisamente de pavo. El atracón de la pescadería. Aquí, el honorable sindicato de cuñados, una vez más, arroja brillantes y sesudas soluciones a esta vergonzosa inflación: «Si la sociedad uniese fuerzas, se pusiera de acuerdo y no comprase ni un bacalao en toda España, en veinticuatro horas se desplomarían los precios». Se escuchan atronadores aplausos en la grada. Alguien exclama un ¡viva! Puede verse a un jubilado enjugándose unas lágrimas de emoción. Y algo de razón hay en esta descabellada propuesta, algo de coherencia hay, pues la ley de la oferta y la demanda, desgraciadamente, siempre castiga al consumidor, siempre actúa en una misma dirección. Pero estamos, esta sociedad peninsular, esta enorme y abigarrada familia ibérica, como para ponernos de acuerdo en algo, como para unir fuerzas.
Habrá villancicos casposos colmando la noche, habrá solomillo, habrá gamba y berberecho, habrá vino y ginebra de más, habrá dulce y, en algunos casos, dulzura, y cava, y niños chillando y arrancando bolas del árbol, y distinguidos miembros de ese sindicato de cuñados repartidos minuciosamente por toda la ancha geografía, uno en cada hogar español. Y habrá atracón un año más, qué duda cabe, en todos los sentidos.

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