En los hogares, en estas fechas en que agoniza el año, en que renace con dolores de parto la esperanza, hay una densa corriente de abrazos sinceros, de apretones firmes de manos, sin doble vuelta, sin entrelíneas. Hay en el aire como una nube de serenidad, de buena onda, de buena cosa. Chascarrillos de oreja en oreja, de salón en salón. Se abonan rondas generosas en las barras de bar con buenos motivos y, particularmente, sin motivo alguno. Se desparrama abruptamente el deseo verdadero de compartir anécdotas, de describir viajes recientes, de desmenuzar los detalles de aventuras pasadas, de desgranar cuentas de amoríos palpitantes. Ah, la tía Remedios, qué elegante, qué graciosamente embutida se nos precipita en su vestido azul.
Se bebe, pero poquito, lo justo para brindar y desear un próspero año venidero. Para brindar y prometerse mutuamente alegrías y éxitos: y si tu proyecto no funciona, si la cosa no marcha, si la expectativa se tuerce, aquí tienes a tu tío Mariano, que él te presta fuerzas y presupuestos. A pedir de boca. Corramos un velo grueso y opaco sobre los fracasos de este año que ya languidece. Se bebe, pero con moderación, sin levantar la voz. Sin aspavientos de borracho, sin tonos enronquecidos de perdedor, de hambriento, de miserable que lamenta sus siete vidas frustradas. Reunidos ordenadamente en torno a una cálida mesa familiar, al amor de una atmósfera honesta, bajo la bóveda de viejos y afectuosos recuerdos. Se comen dulces, pero poquitos, como por descuido, casi sin querer, por no hacer un feo.
Un temblorcillo de emoción se instala entre los pequeños, echando tiernas raíces en sus corazones. La ilusión del regalo envuelto en papel destellante planea sobre sus cabecillas como un trémulo aeroplano de cartón, como mariposa titubeante de seda oriental. «Este año no me he portado convenientemente, he faltado a mi responsabilidad como hijo, he apesadumbrado sobremanera a mis progenitores. Tal vez, ay de mí, no merezca el ansiado premio navideño», dice Íker, que acaba de cumplir tres años. En esa mesita redonda e infantil donde se reúnen las criaturas, todos asienten en silencio y aprueban su noble confesión. Y después siguen jugando sin armar alboroto, en moderado regocijo, por turnos: ahora hablas tú, ahora hablo yo. Se ríen, celebran la vida, admiran la juventud reluciente en que sobrenadan, pero poquito, sin quebrar la calma. Revolotean bulliciosamente en su estanque sagrado de inocencia, pero poquito, sin turbar la noche de los mayores.
Qué hermosa ficción. Qué entrañable patraña. Qué arrebato de imposible fantasía esta realidad alternativa. Todas las bolas del árbol en su sitio. Ni una copa rota. Ni un charquito de vino en la mesa. Ni cadáveres de colillas secretas junto al retrete. Ni un retrato de comunión volcado. Se arroja una serpentina discretamente, brota una cariñosa exclamación, un tímido aplauso asoma, y enseguida se recoge la tira azulona de papel ensortijado y se coloca de nuevo en su cajita. Ah, los ambientes navideños. Ah, las felices fiestas.
Navidad alternativa

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