El tipo educado es, fundamentalmente, un tipo educado. Lo es por encima de cualquier otra consideración. El tipo educado irrumpe cada mañana en el cuarto de baño y se planta puntualmente frente al espejo, y dedica una cordial sonrisa a su desconcertado reflejo. En el portal de su edificio, el tipo educado se inclina respetuosamente ante su vecino, el mendrugo del dentista, y le da los buenos días, y hace lo mismo con su vecina la peluquera, excelsa pintamonas. A continuación, se deshace en atenciones con el quiosquero, soberbio mentecato, y seguidamente se postra y besa las manos del hijo del farmacéutico, excepcional tuercebotas, que ya aventaja al padre en sandez y en prostibuleos.

El tipo educado no juzga nunca el comportamiento de los demás, se limita a manifestar su finísima urbanidad con todos ellos. Al tipo educado lo trae sin cuidado el grosor de la cuenta corriente del vecino, la ideología política del compañero de trabajo o la predilección de su suegro por las señoritas de perfil descocado. El tipo educado no se detiene a examinar la arbitrariedad del destino y encaja los terribles golpes de la vida con afable semblante. «He revisado su analítica —le dice el médico—. Se muere usted en dos semanas.» Pero el tipo educado sonríe efusivamente y se interesa acto seguido por la familia del doctor: «¿Cómo se encuentra su señora? Trasládele, por favor, mis más devotos saludos.» El banquero le niega categóricamente un préstamo, que tan imprescindible se antojaba para poder continuar alimentando a su hija, parásito empoderado de cuarenta y ocho años, pero el tipo educado, lejos de sentirse contrariado, estrecha con calidez la mano del banquero y se informa sobre la salud de su anciana madre, exquisita y noble dama, asaz apergaminada. La esposa del tipo educado ha resuelto abandonarlo por un hombre mejor, por un hombre más joven, por un hombre acaudalado, y esgrime sólidos argumentos: «Tú no me quieres, Paco. No me das lo que yo necesito.» ¿Protesta el tipo educado? En absoluto. Se prosterna de inmediato frente a su esposa y deposita un tierno beso en sus zapatitos de ante.

Hemos sido testigos, en ocasiones, de algunos sucesos extraordinarios. Presenciamos, un bellísimo amanecer de primavera, cómo el furgón de una panadería atropellaba salvajemente al tipo educado y lo estampaba contra el balcón de un segundo piso, y cómo el tipo educado, descolgándose apresuradamente del balcón, corría a interesarse por el estado del panadero: «¿Se encuentra usted bien? Lamento la grosería de haberme interpuesto en su camino.» Presenciamos también, una magnífica noche de verano, cómo unos jóvenes levantinos hacían estallar unos singulares petardos en el trasero del tipo educado, y cómo el tipo educado, con el trasero reventado, convertido en deliciosas migas manchegas, sonreía abiertamente a los angelitos y les dedicaba unas palabras amables y poéticas: «Ay, quién pudiera retornar a la dulce juventud, a los verdes campos del divino tesoro.»

El tipo educado, día tras día, asume con resignación y mansedumbre, siempre con temor de Dios, la incivilidad del prójimo, las injusticias sociales, la humillación ante los poderosos, la derrota de su equipo, los desvaríos del gobierno y sus tropelías, el descalabro de las instituciones, las chapuzas del fontanero, la inflación, las molestas reuniones de vecinos y el dedito travieso del proctólogo. Y no dice ni pío. Porque el tipo educado es, fundamentalmente, un tipo educado.