Rebuscando apasionadamente en ese fondo de armario de los recuerdos, encontraremos hoy, entre los añorados días de juventud, aquellos robustos apretones de mano, y lo haremos con gran nostalgia y desaliento. El apretón de manos, que venía a ser como un contrato blindado a prueba de martillazos, ha desaparecido hoy por completo. Es decir, continúa existiendo, pero carece absolutamente de valor. Hoy no es sino un mero gesto puramente estético, una filigrana teñida de ese color sepia con que el paso de los años reviste hermosamente las fotografías de la abuela, sentada junto a la puerta de la casita baja, entre macetas frondosas. Con un vigoroso apretón de manos podía sellarse la venta de un automóvil o la compra de una parcelita. Con apretones de manos se fortalecían las relaciones de amistad, se daba tono y textura a una promesa inviolable, se rubricaba un juramento sagrado.

En estos tiempos actuales de inconsistencia, todo está en el aire. Nada es lo que parece, y, de parecer algo, sería fugaz espejismo. No existe la firmeza en los compromisos, no hay ya ninguna garantía. En el contexto de las relaciones amorosas —paraje al que porfiadamente encaminamos nuestras reflexiones por tratarse de una mina fértil de humorísticas perlas—, esta misma inconsistencia está acabando por arruinar las historias de más bello entusiasmo sentimental. Esta archiconocida sentencia: «Hasta que la muerte nos separe», resulta hoy, a fuerza de escucharla, extraordinariamente cómica. Se ríen hasta las cabras. La inconsistencia lo empaña todo, y habría sido demasiado singular que el amor permaneciera inmune a su veneno. Así pues, es perfectamente normal arrimar la orejita un día cualquiera y escuchar, junto a la ventana, esta suerte de enternecidos diálogos: «¿Quieres casarte conmigo, María?», pregunta él, hincando la rodilla. «Literal», responde ella. «¿Eso es un sí o un no?» «Vamos hablando».

Años atrás, se fijaba una cita entre dos amigos y no había nada que lograse impedirla. Podían descolgársele los anillos a Saturno y reventar Venus en mil pedazos, podía rasgarse la tierra que pisamos y asomar las cabezas un ejército de diablos risueños y cornudos, que esos dos amigos se reunirían a las seis de la tarde en la esquinita de la estación, tal y como habían planeado, ya fuese para compartir un resumen de sus penas o para intercambiar un cromo. En la actualidad, la hora, el lugar y hasta los componentes de una cita se renuevan constantemente a través de mensajes en el teléfono. Nada hay más abstracto e incierto que una entrevista programada a más de cinco días vista: no aparece ni el cura.

Pero hablar de inconsistencia en las alianzas amorosas, en los acuerdos formales y hasta en la propia vida —y hasta en el cumplimiento de esos propósitos personales tan nobles, concebidos inocentemente en la juventud—, y no mencionar la inutilidad de los pactos políticos y la vergonzosa fragilidad de la palabra de un gobernante, es trazar un retrato parcial y ridículo de este argumento. Nada debiera sorprendernos, no obstante, si nos atenemos a esa máxima cincelada en piedra, según la cual los representantes políticos son precisamente eso, representantes fieles del carácter y del aspecto de una sociedad.