La provincia de Alicante tiene el grosero honor de encabezar las más lamentables tasas de pobreza en España, y es una tendencia creciente que está muy lejos de mitigar su abominable curva en el gráfico. Los datos son especialmente abrumadores. Sin embargo, cuando uno piensa en Alicante no visualiza pobreza, no se edifican en su mente montones apilados de miseria y llanto, no imagina un descomunal segmento de la población padeciendo terrible inquietud e incertidumbre por el futuro. Muy al contrario, uno piensa en playas, en cálidas temperaturas, en recorrer las sedosas orillas de arena junto al mar; uno piensa en bulliciosas y atractivas terrazas a la hora en que el sol se sumerge en el húmedo horizonte, en bellos crepúsculos tiernos y risueños. Uno piensa en agradables tiempos de ocio, en despreocupadas jornadas de compras, en la divertida y envidiable vida del turista, en su abandono a los blandos placeres. En idílicos parajes, en ideales enclaves, en jugosas comilonas. En vivir la vida, sin más.
Pero la realidad es tozuda, y tozuda es su machacona ostentación de la miseria. En estas fechas navideñas, el contraste se acentúa y la tragedia adopta tintes más oscuros. Todo el mundo tiene derecho a participar de la ilusión navideña, y, muy especialmente, los niños, a quienes se trata de ocultar el execrable monstruo de la necesidad. Resultará muy difícil de comprender, a alguien que jamás haya descendido a los infiernos de una asfixia económica, los minuciosos cálculos y los penosos apaños que han de ingeniarse en un hogar para maquillar las carencias. Resultará muy difícil de entender, a alguien que posee el verdadero privilegio de poder realizar holgadamente varias comidas al día, los agotadores procesos de planificación doméstica que se llevan a cabo para depositar un plato en la mesa. O el monumental esfuerzo que debe hacerse para sonreír delante de un niño y no preocuparlo, y persuadirlo de que todo va bien. O las amargas lágrimas que uno tiene que morder en silencio al sacrificar aspectos esenciales, para comprar un regalo a su hijo.
Pero la vida es tozuda, y tozuda es su machacona ostentación de las diferencias, y tozuda es también su insistencia en desgarrarnos el alma. El mundo y su sociedad son crueles, siempre lo han sido; numerosos y desoladores son los ejemplos. Existen crudas injusticias, a lo ancho y largo del planeta, que se renuevan constantemente como muestras patentes y universales de la conducta mezquina del ser humano. No hay arma ideológica que pueda blandirse contra ellas, no hay mágicos ungüentos ni fabulosas quimeras con que lograr aliviar el dolor.
A tenor de las cifras, y de su creciente y espeluznante tendencia, es palpable que a nadie le importa en absoluto la miseria o el tormento de los que sufren, de los que malviven, de los que perdieron la esperanza y la fe en esa cosa ambigua y desdibujada que llaman bienestar, y palpable es asimismo que las posibles soluciones, esas fabulosas quimeras, solo sirven para adornar un torpe e hipócrita discurso.

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