Cuando se transita la adolescencia, hay un ansia, hay un capricho y una pasión por la cuadrilla, por salir a la calle en feliz rebaño a pintarrajear los muros y a fumar colillas entre carcajadas y restos de una cena. Se diseñan travesuras por rutina, por obediencia a rígidos principios de un caos extraño. En cuadrilla se siente la impunidad, la diversión es máxima, todo hace gracia, todo es una fiesta hilarante, un tiovivo inacabable: ese coche en mitad del descampado, al frío amparo de la negra noche primaveral, esos dos enamorados magreándose entre suspiros, entre promesas de amor eterno —el amor eterno dura tres o cuatro años—, creyéndose a solas, al abrigo de una dulce intimidad, bajo manto de titilantes estrellas. Uno de los componentes de la cuadrilla arroja un petardo bajo el coche. En ocasiones ocurre que la detonación del petardo se confunde con el clímax del magreo, pero se desvanece el ensimismamiento carnal con el estruendo y se comprende por las malas que no son delirios de amor sino ataques de artillería. Sale el galán enamorado del vehículo, furioso, y los miembros de la pintoresca pandilla echan a correr entre risas: otro triunfo de la adolescencia, otra noble hazaña más que festejar en grupo.
Con el amontonamiento de los años, con el brote de las primeras canas, comienza a asomar tímidamente esa apatía fraternal, ese gusto nuevo por la moderación, por la introspección bañada en un café. Surge el aislamiento primero como reposo, como agradable alto en las fatigas del ánimo, de las correrías, y después se consolida como inevitable modo de vida. Compañeros y diversión en los períodos adultos sí, pero poquito, pero bien medido. Se dosifica la juerga, se torna pereza ocasional, y se mima el recogimiento temprano. Se desprende uno, mudando dramáticamente la piel, de aquel desprecio adolescente por la individualidad.
Quien tiene un amigo tiene un tesoro. Ah, filosofías de tierna juventud. Con el paso de los años, hasta los amigos pueden llegar a convertirse en un estorbo. Los amigos mal administrados acaban por invadir el razonamiento pausado, la calma y el propósito existencial de las reflexiones sesudas. En la juventud uno se asocia con cualquier tuercebotas, pero algo aportan los años, un no se sabe qué de certeza, de prevención, que se utiliza minuciosamente como filtro infalible, como criba. El grupo de amistades va menguando gradualmente, y la merma viene a resultar tan drástica que apenas conservamos un compañero confidente. Uno bueno, desde luego, testigo de calaveradas pasadas. Pero uno solo, a fin de cuentas. Ayer no concebíamos la vida sin compartir la menor fechoría, y hoy repudiamos la más silenciosa compañía.
Con los sucesivos vaivenes, con las reiteradas mareas del reloj, acabamos aislándonos, terminamos refugiados en esa fortaleza inexpugnable, la del fuero interno. Celda austera y sencilla, libre de todo adorno superfluo. Nos abocamos voluntariamente al confinamiento en ese rincón idílico, sagrado, excepcional. Quedamos a salvo de cualquier prejuicio malicioso en el cómodo aposento secreto de reyes que cada uno esconde orgullosamente como un tesoro, este sí, en lo más profundo de su corazón.

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