Habría que recorrer el globo terráqueo con una lupa gorda en la mano para lograr hallar, en algún país remoto, y con mucha suerte, un amor tan apasionado y ferviente como el que aquí sentimos por el trabajo. Aquí, en esta ancha y soleada patria, bellísima y topográfica piel de toro, el trabajo se venera. Nos estremece un feliz cosquilleo solo con pensar en el martillo y la llave inglesa, nos saltan dos tibios lagrimones de alborozo al traer a la memoria, bendita gloria, el chaleco amarillo o la pulcra bata blanca. Se comulga, alzando los brazos al cielo, con el sacramento del sudor y la frente.
A poco que uno pegue el ojo al cristal de la ventana, mucho antes de que raye tímidamente el alba, se asombrará al descubrir la calle atiborrada de proletarios: qué ternura, los del servicio de limpieza acuden a barrer las calles, antes de hora, para no molestar a nadie, para ejercer el oficio a su sabor. A qué perder el tiempo encamados, habiendo ya dormido bastante. Quién necesita tomar un vulgar café, con el trabajo pendiente que hay. Quién quiere un triste bocadillo, pudiendo arremeter dichosamente contra la torre de papelotes. Ya les hincaremos el diente, al café y al bocadillo, junto a los geranios mustios de la suegra. Qué malamente luce una jornada laboral tan corta, tan exigua, tan escasa y mordisqueada: sabe a poco o a casi nada. No nos llega ni para calentar el músculo. En cada empresa, un ramillete de preciosas anécdotas diarias, que son como retablos animados de hondo amor celestial: obreros empalmando turnos y partiéndose gustosos el lomo por arrancar una sonrisa al patrón. ¡Viva el trabajo! Lo que cuenta es arrimar el hombro y despreciar la hernia. La salud —elemento accesorio— es un cuento chino, una patraña de gente floja, sin brío, un engañabobos de aúpa. Se brinda con arrebatada euforia, estalla la catarsis: ¡Viva el salario mínimo interprofesional! Con esto, dicen los prácticos, tiene uno para vivir holgado. Le sobra para comprarse dos segundas residencias en la playa y una en el monte.
Ahora bien, el orégano escasea en el cerro. Ojo a la trampa, que es monumental: se ama tanto el trabajo que se ha optado celosamente por mimarlo, por reservarlo, por dosificarlo minuciosamente. Por amor, se trabaja también lo justito, para no gastarlo. Se han dado casos de pilotos que abandonaron su puesto a treinta y seis mil pies de altura. Por no abusar del turno, por no desteñir el oficio, saltaron gozosamente en pleno vuelo, encomendando a Dios la flamante aeronave. Cirujanos cardiovasculares que interrumpen el trabajo, estos sí, para tomar un tentempié, abrazándose a una corrosiva filosofía. «Oiga, que el paciente se nos muere.» «Mire usted, en la vida no todo es trabajar», sentencian, y esta consigna se propaga como una negra pandemia, como dogma de diablo.
Llevados de un rapto de generosidad, pero siempre por amor, nos apartamos ahora de la faena, cediendo el testigo amablemente al que asoma por detrás. Media uña rota: baja por ansiedad. El médico, muy solícito, muy presto a complacer, a no estropear las nuevas directrices, no necesita ni contrastarlo. Es tal el elevado amor por el trabajo, que uno no desea hoy ni arañarlo.
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