Qué tendrá, poderoso caballero, que conquista vastos territorios sin disparar una bala, que seduce a las damas sin recitar un solo verso, que derrota en buena lid a los hombres más aguerridos sin desenvainar una espada. Qué tendrá este poderoso caballero que a su paso se inclinan los imperios más engreídos, que a un sencillo y silencioso ademán se prosternan reyes y gobernadores de diferente cultura y religión. Qué tienes, oh, poderoso caballero, que modificas por arte de asombrosa magia la fisonomía de algunas personas, que colocas sobre ellas un filtro sutil, un velo de preciosos colores, un hechizo tejido en magníficas texturas, transformando en apuesto príncipe al patán y en hermosa venus a la mujer grosera.

Abrumadora es la obsesión de algunos individuos por erigir montañas de dinero. Espeluznante es su ansia, su inmensa codicia. La propia antropología, en su análisis minucioso y exhaustivo, no logra trazar una razonable explicación: la devoran el sudor y la fatiga, se rinde ante el espectáculo grotesco de ese afán salvaje y absurdo por acumular riquezas. ¿Por qué? ¿Para qué? Ah, amigo. Mi reino por una buena razón. Han de buscarse los verdaderos motivos en las raíces podridas de la cultura más trasnochada y popular, en la doctrina más cateta e ignorante: tanto tienes, tanto vales. Y, en efecto, existen personas que solo poseen dinero. En mitad de ese anhelo ensordecedor por amasar fortunas y propiedades, se alzan voces críticas, perspicaces, no exentas de amargo sarcasmo. Apuntó sagazmente Maquiavelo que olvidamos antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio.

Las implicaciones de esta codicia pecuniaria no son ajenas al amor. Se mercadea obscenamente con monedas, se comercia con tibias caricias, se tasa el cariño y se subastan las migajas de una pasión. Así, envueltos los amantes en atuendos de burda hipocresía material, de pragmático mercantilismo, se suceden numerosas y emotivas escenas de acaramelados romances. Bajo una tímida luna de verano, en la húmeda semipenumbra de un jardín aromático, al dulce rumor del rompimiento de unas olas lejanas, cuántas veces se habrán enlazado dos almas errantes, cuántas veces se habrá sellado triunfalmente una bonita historia de amor, emulando los más primorosos y shakespearianos diálogos: «Quisiera pasar el resto de mi vida contigo.» «Pero tú eres una persona repugnante, no me gustas. ¿Qué puedes ofrecerme?» «Tengo mucho dinero.» «Te quiero. Bésame.» Palabras más, palabras menos.

Admirando semejante paisaje desgarrador, el de una colectividad espasmódica que obedece atropelladamente a los impulsos del goce desenfrenado e inmediato, con creciente y asfixiante ambición de riquezas, cuya decadente filosofía se incrusta indiscriminadamente en cada uno de los estratos sociales, podría servir como perfecto corolario esta singular muestra que añadimos a continuación. En una obra de David Mamet, dos personajes sostienen una breve y edificante conversación a propósito de los estímulos universales del ser humano: «El dinero es lo que mueve al mundo.» «No, es el amor.» «Oh, sí, el amor… al dinero.»