Como si la sociedad no tuviera bastantes problemas ya, como si no hubiese charcos que esquivar mientras se camina por este laberinto intrincado del día a día, apareció en escena la bendita inteligencia artificial, que podría asumirse integrada hoy perfectamente en nuestra realidad cotidiana. Como si no tuviéramos ya bastantes quebraderos de cabeza, y la lista luce jugosa: las cifras de afecciones por hemorroides, por ejemplo, son elevadas y aterradoras, aunque no demasiado precisas, pues estas dolencias se ocultan tímidamente tras un velo de pudor; los números relativos a los crecientes casos de obesidad también resultan alarmantes, y ahí va una paradoja grotesca: obesidad creciente en una época irrepetible en que el culto al cuerpo y la religión fanática del gimnasio están más de moda que nunca; la contaminación medioambiental o la acústica, concretamente en las ciudades, y no es moco de pavo esta última, pues está relacionada con el estrés, la pérdida de sueño y otros problemas no menores; o la dependencia abominable que se padece con respecto al teléfono, que nos ha transformado en verdaderos monigotes, espantapájaros extravagantes vagando erráticamente con el rostro pegado a la pantalla, indiferentes al mundo exterior, al paisaje vivo y cambiante que nos rodea.

En este contexto particular, el de la afición enfermiza al teléfono, el de la erosionante adicción a la pantallita luminosa, la implementación de la inteligencia artificial ha sido acogida prácticamente con bombo, platillos y trompetas. Habría sido impensable imaginar un mejor escenario, un entorno más apropiado y eficaz para su aplicación y desarrollo: el marco perfecto de una sociedad débil y vulnerable —muy especialmente en el ámbito adolescente, donde el teléfono móvil se ha convertido casi en una excrecencia del cuerpo—, satisfecha esta indolente sociedad en su horrible distanciamiento del mundo palpable, en su inmersión cada vez más profunda en las aguas insondables del universo apócrifo: miel sobre hojuelas.

Incluso las personas más perspicaces y advertidas, siendo enteramente conscientes de la falta de humanidad de la inteligencia artificial, y aun comprendiendo que solo se trata de un sistema informático entrenado, han llegado a titubear, han llegado a plantearse, abrazadas a una peligrosa duda razonable, aunque solo haya sido por un estremecedor instante, la verdadera personificación de esa inteligencia ficticia. Para un individuo vulnerable con grandes debilidades o con un escaso entendimiento, el lazo de la inteligencia artificial es una amenaza terrible y portentosa. La forma en que un asistente virtual basado en inteligencia artificial nos habla, el tono en ocasiones cálido en que conversa con nosotros, cómo nos responde con oportunas emociones, la forma en que llega a bromear, el modo asombroso en que interactúa con nuestros estados de ánimo, las sugerencias o consejos personales, la convicción y sincera confianza que logra transmitir… Todo esto es, a un tiempo, prodigioso y espeluznante.

¿Cuál será el desenlace de toda esta comedia? Imposible presagiarlo hoy. ¿Habrá víctimas? ¿Habrá cadáveres imaginarios diseminados en el camino, en las orillas de esta aventura tecnológica descomunal? ¿Se producirán grandes estragos? Imposible computarlo hoy.