Qué enormes y funestos problemas tiene el ser humano, qué colosales tribulaciones atormentan a las personas, qué espantosos contratiempos: ese arañazo nocturno y alevoso en la chapa del automóvil, trazado por la mano envidiosa y temblona del vecino; ese apartamento soñado en la playa, inalcanzable, ansiado con desordenada pasión, más allá de nuestras posibilidades, fantasía que se resiste a ser materializada, y que tantos dolores de alma nos provoca. Ay, las tragedias del ser humano, tan variadas, tan profundas, socavando con minuciosa insistencia nuestra felicidad, hurgando con dedos puntiagudos e hirientes en nuestro corazón. Ay, los dramas desoladores del ser humano.

En el horizonte, como terrible premonición, un festejo espléndido, ineludible: la boda del primo hermano, ese que todos auguraron soltero incorregible. Y aquí emerge la fatalidad: nada nuevo tenemos en el armario, pues no hay presupuesto para renovar las viejas prendas del año pasado. ¿Qué Dios justo y razonable, asentado cómodamente en el cielo, puede permitir semejantes penurias? ¿Hay derecho, acaso? ¿A quién hemos ofendido para ser tan desgraciados? ¿Es que tendremos que acudir a la misa y, peor aún, al banquete con los zapatos roídos, los que estrenamos hace ya la friolera de tres meses? ¿Es esta una venganza que ahora oportunamente se cobra el demonio? ¿A quién hemos injuriado para expiar hoy salvajemente con tamaño castigo?

Vivimos como animales de granja en el pisito sin reformar, habitamos deplorablemente en la siniestra porqueriza. Ay de nosotros, que nos vemos forzados a contemplar, un día tras otro, como amarga y redentora condena, el gotelé de otras épocas, de otros tiempos infames e ignominiosos: se diría que aún podemos ver al abuelo en calzoncillos, corriendo por el pasillo, fumando como una chimenea. En el tren, en el avión, sucumbimos a la más absoluta vergüenza, hacinados como gallinas en las secciones turistas. Con ojos arrasados por el llanto, observamos con ahogo a esos privilegiados que ocupan orgullosos y despreocupados la primera clase, esos compartimentos anhelados, hurtados cruelmente a nuestro deseo, esos espacios anchos, tan preñados de gloria, paraísos benditos: usuarios de primera clase, despatarrados como marqueses, y maldecimos entre dientes la poquita suerte que nos ha otorgado el destino. Comemos en restaurantes de escaso tenedor, de pobre lustre, como prisioneros cubiertos de harapos. En contra de nuestra voluntad, reconocemos que el solomillo que nos han servido es exquisito, pero… Ah, aquel otro solomillo, el que está saboreando ese gordo en el reservado de los pudientes, de los afortunados, ese solomillo sí que parece deshacerse en la boca, esa carne sí luce sonrosada, sublime, como excepcional alimento de dioses. Ese solomillo sí, y no el nuestro, y no esta porquería, y no esta suela grasienta de mocasín.

El vasto universo que nos rodea, que nos contiene en su descomunal inmensidad, se burla silenciosamente de nuestros ridículos problemas. Somos estúpidas motas de polvo en un mundo cambiante y vertiginoso, en una historia fugitiva, ajena a nuestros pueriles lamentos. Somos la minúscula y delgada aguja entre infinitos pajares. Somos, asumámoslo de una vez, la más patética y representativa insignificancia.