El dolorcillo permanente e infatigable en la muela, como el latido tozudo de un corazón ansioso; el pinchazo agudo y amargo en la rodilla, que chirría cual engranaje oxidado; la maldita ciática; el crujido en el tobillo, acompañado de un estallido punzante y abrasador; el dolor continuo en las cervicales; las migrañas, ensordecedores campanazos a medianoche, hirientes como viejas cuchillas de acero; la desalentadora acidez de estómago; el cansancio crónico, que nos transforma en lastimosos soldaditos de plomo. La salud, que se retira, que se revuelve furiosa y furiosa regresa, como una ola, al seno del océano, abandonándonos como náufragos a nuestra suerte.
Cuando se tiene juventud, la salud se concibe como algo abstracto, indefinible. En la cresta más empinada y radiante de la mocedad, la salud se desprecia, se subestima alegremente, y el individuo se empeña una y otra vez, de manera inconsciente, en mortificarla. Castigamos el cuerpo casi a diario, de mil ingeniosas formas, con esa estúpida insensatez, tan divertida, tan ingenua. Pero esta gloriosa época de ruidosa y fascinante juventud, en que se daña impunemente el frágil organismo —que imaginamos eterno, inquebrantable—, tiene fecha de caducidad. A los treinta y cinco años, solo un siglo atrás, se fallecía de muerte natural: era perfectamente natural morirse, por ejemplo, de una fiebre o por una tuberculosis. Con qué inmensa pesadumbre, hoy, longevos, condenamos inútilmente los excesos del pasado, los maltratos inferidos al cuerpo en los años atolondrados de juventud. Decía Serrat, palabras más, palabras menos, que es una verdadera desgracia apreciar lo que se tenía precisamente cuando ya se ha perdido. Y es esta una poderosa lección que jamás aprenderemos, aun cuando el artista la cante con esa voz temblona y artificiosa: «Nada más amado que lo que perdí.»
Existe a una determinada edad, por otra parte, una cierta y rocambolesca satisfacción, una especie de secreta alegría por vivir constantemente enganchado a una medicación. Algunas personas tratan de encubrirlo, pero, a poco que uno las observe, descubrirá que se sienten extremadamente felices de acudir regularmente al médico. Hay un júbilo indecible en esa cita innecesaria y periódica, ineludible, hay un ridículo entusiasmo en el placebo de esa pastillita sagrada, y también en esa exhibición boba de la enfermedad ficticia, del drama impostado entre murmullos y mohínes, de la falsa tragedia personal aireada gozosamente en la esquina, junto a la puerta del supermercado, con gran teatro y aspavientos, como si se obtuviera un mérito codiciado y especial, a los ojos de los demás, por estar enfermo.
No obstante todo el torpe discurso anterior, en numerosas ocasiones, y aquí asoma sus garras la auténtica fatalidad, el deterioro de la salud obedece puramente al azar, o a una desconocida herencia genética, y nada podemos hacer por prevenir sus estragos. Nada en absoluto, salvo lamentar profundamente los caprichos del destino, tan incomprensible, tan devastador a veces. Nada en absoluto, salvo llorar la ausencia de un ser querido e irreemplazable.
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