Hay una suerte de alegría generalizada en esas hordas que vuelven de vacaciones, ansiosas por regresar cuanto antes a la faena, a la brecha proletaria. ¿Hemos dicho ansiosas? Quisimos decir entusiasmadas. A un lado y a otro del paisaje, la mirada atenta descubre numerosos grupos abarrotados de funcionarios, que cantan y revientan de dicha. En los rostros bronceados de estos descansados veraneantes hay un júbilo imposible de disimular, que nace de esa certeza sublime y feliz, la de reincorporarse sin dilación al puesto de trabajo.
En los aeropuertos, los pilotos, cumpliendo con su rutina, revisan los bajos del avión, y decenas de pasajeros los acompañan en su ronda, con ese fervor gustoso por arrojarse prontamente a la labor, por sentirse útiles. «No hagan caso del chorrito de combustible que brota de esa grieta en el fuselaje, que mañana sin falta lo reparan. Hemos puesto un poquito de esparadrapo, y con eso aguanta», dice el comandante. Se cerciora después de que bajo las alas no haya bombas ni nidos de golondrinas, y se aúpan él y su corte festiva de pasajeros al interior del flamante aparato. En el autobús que los aleja de la playa, viajan otros con impaciencia y marcada incomodidad, añorando la silla de oficina. Ah, si hubiera sillas de oficina atornilladas al suelo, y no estas pobres butacas burguesas. Preguntamos al revisor del tren, en un arranque de abnegado altruismo, si no sería posible que nos permitieran echar palas de carbón en la caldera, por hacer algo, por no estar ahí sentados como estatuas tristes e indolentes. «¿Carbón, dice usted? ¿Qué carbón?»
A las cuatro de la mañana del primer día laborable, la multitud anhelante se desliza sonriente por las calles, camino del trabajo, henchidos los corazones de gloria. Avanzan en perfecta coreografía: un pasito adelante, un movimiento gracioso de cadera, otro pasito más, un guiño, un girar en alegre remolino, un beso tierno lanzado al aire… Todo es risa y camaradería, todo es fiesta. Al otro lado del amplio ventanal de una cafetería, un propietario y su okupa comparten amistosamente el desayuno. «Mi casa es tu casa», dice el dueño, estrechando entre sus manos la del okupa, que se resiste a abandonar el porro. El camarero, que anda últimamente muy sensible, muy tontorrón, tiene que volverse y fingir que busca alguna cosa para que no lo vean llorar de emoción. Abordan sus puestos de trabajo estos ejércitos impacientes una hora antes de lo previsto, para tomar el café con antelación y así no interrumpir más tarde la tarea. Al cliente se le dedican elogios, se lo abraza amarteladamente, se le ofrecen sillas y bollos de crema. «Es mi hora de cerrar la ventanilla y colocar el cartón, pero yo me quedo aquí con usted hasta que resolvamos lo suyo. Ya comeré otro día.»
No hay valiente que concilie el sueño, no hay quien pegue ojo con este prurito laboral. El entusiasmo de un niño, en su adorable noche de Reyes, es un chiste comparado con esta ansia, con este incontenible alborozo por regresar al tajo después de vacaciones.
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