Resulta mucho más sencillo trepar los muros de un castillo medieval que tolerar los pequeños defectos de una persona querida. Pequeños defectos ayer, hoy conscientes e insoportables maldades. Qué tienen los años, qué tiene el desliarse continuamente el tiempo, enredado entre agujas de reloj, que nos volvemos irascibles y gruñones. Qué tendrá vivir, que nos hace odiar la vida. Paradoja gorda: lo que tanto nos enamoraba ayer de esa persona, esos pequeños defectillos adorables que la hacían única, que la hacían tan deliciosa y arrebatadora, que la ensalzaban sobre la masa vulgar, que la destacaban por entre una marea agitada de candidatas, hoy nos causan enormes rebeliones de estómago.
Por poética definición, desplomarse uno en las redes del amor viene a significar el deseo constante y ávido de desgranar todas las horas de nuestra existencia junto a la persona amada, de resultas que uno acude a la filosofía, ese libro abierto y pulcro de los secretos del alma, para tratar de averiguar si la vida no será, en realidad, un chiste fenomenal e ingenioso: tanto te amaba, tanto te aborrezco. Se requiere rascar con verdadero ahínco en el fondo brumoso del baúl de la nostalgia, donde tantos recuerdos hermosos de juventud y de tierno amor se apiñan todavía, para lograr perdonar esas odiosas imperfecciones de nuestra pareja que a menudo nos irritan, que a menudo desgarran nuestra calma.
Todo lo anterior, toda nuestra quisquillosa amargura refiérese a nuestra relación con la compañera más íntima, con la persona que elegimos deliberadamente para compartir nuestra vida. Ahora bien, con los desconocidos, ah, amigo, la cosa empeora, y empeora gravemente. Con ellos no hay parapeto que mitigue la culpa, no hay baúl nostálgico que rascar. De no existir la incómoda amenaza de las consecuencias penales, de sobrenadar en una tibia balsa de impunidad, estrangularíamos a una media de quince a veinte sujetos al día, y tal vez la cifra se antoje pobre: al que golpea persistentemente la tacita del café con la cucharilla, al que carraspea una y otra vez en el cine, al que tose detrás de nosotros en el autobús, al que toca el claxon bajo la ventana, a la vecina que se calza los zapatitos de tacón media hora antes de salir, al de la publicidad en el buzón, al que se impacienta en el semáforo, al que provoca que nos impacientemos en el semáforo, al que grita aparentemente sin motivo, al que llora desconsolado con motivo, al que sonríe tras una ventanilla de funcionario, al que nos da los buenos días en el ascensor y al meteorólogo que anuncia lluvia. Un cadalso para cada uno. Un cortejo fúnebre para todos.
Nos exasperan algunas personas sencillamente por existir, por tener la osadía de respirar cerca de nosotros. Nos enojamos con nuestros seres queridos incluso por imitar nuestros más deplorables defectos. Nos enfurecen, a esto hemos llegado, hasta los engranajes chirriantes del mundo, hasta el perfume embriagador e inocente de la primavera, tan inoportuna siempre con sus florecillas de estridentes colores, tan mortificante con su polen maldito

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