Comenzamos desde muy pequeñitos admirando a las personas que nos rodean, a nuestros seres más queridos. Comenzamos desde muy pequeñitos a crear un vínculo irrompible de admiración con nuestros abuelos, que, llegados a esa edad tan cercana a la clausura de la vida, se permiten la rebeldía de enfrentarse a las reglas más estrictas del decoro, avergonzando sin reparos a sus hijos y deleitando irresistiblemente a sus nietos. Se comportan, en fin, como niños, y eso es precisamente lo que, mostrándose semejantes, tanto nos maravilla entonces. Nuestro cariño va unido por lo general a la fascinación, y es cosa indivisible. Después admiramos a nuestros padres. Años más tarde comprendemos que cometieron errores, errores muy graves en algunos casos, pero en aquella época de bendita inocencia se erigían para nosotros en oráculos sagrados. Con el tiempo hemos sustituido aquella ciega admiración por un amor indulgente, por una resignada comprensión: menos da una piedra. Surgen después, en ese reinado de los seres merecedores de nuestra admiración, los maestros, los profesores. De su mano nos asomamos embelesados ayer a un paisaje de deslumbrante primavera, a una ventana a través de la cual descubrimos el mundo.
Admiramos también a novelistas, a poetas, a numerosos artistas de las más variadas disciplinas, y tal vez por ello, por esa admiración ferviente que les profesamos, perdonamos fácilmente sus errores —y los libramos del mal—. Aquella película que tanto nos hizo soñar, enternecidos, que elevó nuestra imaginación y nuestro asombro a cotas que hoy nos parecen inalcanzables —porque los reparos de la madurez todo lo enturbian y menosprecian—, aquella singular joya de la cinematografía, que se adueñó inesperadamente de nuestro corazón, hace que dispensemos hoy a ese cineasta una enorme disculpa por todos esos continuados desatinos en su carrera. La admiración es como un escudo que todo lo protege, que mantiene a salvo los más hermosos pilares de nuestro afecto, que ensordece el murmullo de nuestra conciencia.
En las relaciones personales la admiración es un ingrediente irreemplazable. No hay modo alguno de mantener a flote una historia de amor si no existe admiración mutua. Sin verdadera admiración, ese ser enigmático y entrañable con quien compartimos nuestra vida ofrecería un retrato demasiado crudo, demasiado vulnerable a nuestro análisis crítico. Es la admiración por nuestra pareja la que se encarga de colorear todos los matices de la seducción, y no es casualidad que el debilitamiento de la admiración por la otra persona, tan amada, sea el preludio de un amor que empieza a marchitarse.
Muy grande debe ser nuestra admiración, no obstante, para perdonar la conducta y las opiniones sangrantes de algunos personajes públicos, tan venerados en el pasado. Se derrumban ruidosamente nuestros mitos y, a pesar de todo, el aura brumosa de aquella primera admiración continúa resguardando a esas personas que hoy se han instalado en las antípodas de lo que un día predicaron, y que en muchos casos orientó nuestro camino y forjó, en cierto sentido, nuestra personalidad.

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