Cada persona tiene sus preferencias, sus rarezas, sus prejuicios, su pedacito exclusivo e intrínseco de idiosincrasia, pero podría decirse que, de un modo general, todos compartimos alguna que otra inclinación. Predilecciones estrambóticas, en ocasiones, que nos definen como sociedad. En particular, señalaremos una grotesca afición: dedicar un tiempo precioso a visitar el tanatorio. Para determinados individuos, cuesta asimilarlo, resulta un pasatiempo mucho más grato que aventurarse sobre la bicicleta monte arriba un domingo. No solo evita uno ponerse los calcetines perdidos de grasa: al parecer, y es necesario escuchar este tipo de cosas de primera mano para poder creerlas, la visita al tanatorio posee cierto encanto enigmático.
El vestuario negro estiliza, es un hecho impepinable. Es como si perdiese uno ese lastre de los cinco kilos durante la noche, un absoluto episodio de brujería estética. Una camisa oscura proporciona un porte de atractiva serenidad, un aire renovado, juvenil, un no sé qué de hermosa dignidad, de sensual compostura. De no conferir una estampa de verdadero espantajo —por ser completamente extravagante—, un buen sombrero de vaquero añadiría al conjunto una elogiosa y admirable sensación. Incluso un revólver y un par de flamantes espuelas, nos atreveríamos a sugerir. Cuanto más refulgente el zapato, cuanto más acharolado, tanto más emotivo, tanto más sentido, mejor luciremos brindando el pésame. Los dolientes, que esa triste jornada vagan de un lado a otro con la cabeza gacha y la mirada oblicua, en lo primero que reparan, por encima de cualquier otra consideración, es en el lustre del zapato, de ahí la necesidad, la conveniencia, el detalle, el saber estar.
Existe, en un entierro que se precie, una atmósfera teatral de primer orden. Se vigila cuidadosamente el gesto, la tiesa mesura; se ensaya el semblante conmovido, la frase perfectamente entonada, intercalada con precisión en el instante exacto: «No somos nadie, Juanito». «Míralo, el pobre, si parece que está dormido». Se dosifican las toses, se gradúa adecuadamente el volumen de la conversación en según qué rincones de la sala, se encadenan meticulosamente los suspiros. Dependiendo de la habilidad, de lo curtido que esté uno en estos circos de pomposa tragedia, se alterna oportunamente el susurro cariñoso junto al oído y el apretón de manos firme pero no exento de cierta ternura. La palmadita ligera en el antebrazo, la caricia casual en la base del cuello, la mano apoyada levemente en el hombro, un beso suavemente abandonado en la mejilla… Se respeta, punto por punto, hasta la última indicación del guion, por insignificante que sea. Se ciñe uno al esquema de la comedia y no se saca el pie de la raya.
Nos empeñamos en argumentar y en convencernos de que el final ineludible de la vida, en su transición al más allá, a ese mundo mejor, no es otra cosa que un proceso envuelto en la más pura naturalidad. Sin embargo, paradójicamente, cubrimos esta supuesta naturalidad con los más singulares y ridículos artificios. Y nos recreamos, a nuestro pesar, en el enfermizo disfrute de esas ceremonias patéticas tan embargadas de fariseísmo, tan revestidas de elegante tristeza.
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