Hay personas que, al abandonar este mundo, dejan tras de sí un vacío insoportable. El hueco que queda en la superficie de la vulgar rutina, la herida abierta, inmensa, practicada en el corazón de nuestra felicidad, el abismo sembrado de negrura y dolor… Nada puede mitigar el afilado tormento de su ausencia. Nada logrará suavizar la aspereza de un futuro sin su presencia. Hay personas que, al abandonar este mundo, dejan tras de sí un reguero de cálidos y abrumadores recuerdos, las miguitas de pan que conducen de vuelta al paraíso secreto de una alegría inmensurable.
Hay seres queridos que han hurtado, en su último viaje, las piezas que necesitamos para componer el magnífico puzle de la vida. Difícilmente podremos ahora completar el lienzo, difícilmente podremos visualizar enteramente el paisaje. Sin ellos, las olas del mar carecen hoy de blanca espuma, el trazo púrpura del ocaso ha perdido su viva tonalidad, el canto de las aves se ha tornado respetuoso murmullo. Con la marcha de estos seres queridos, las auroras quedaron huérfanas de luz. Hay un trocito de nosotros que ya no ocupa lugar, que ya no pesa, que ha dejado de tener significación y consistencia. Qué natural es enfrentar, llevados de impetuosos arrebatos, los terribles demonios del destino, qué inevitable es acusar de nuestra desdicha a la propia naturaleza, al universo entero. Qué irremediable e inconsciente furia nos exalta hoy, qué irremediable abatimiento nos someterá mañana. A solas, en solitarios rincones, en recodos de extraviados senderos, en esquinas de fría penumbra, bajo umbrales de noche y hielo, hallamos dulces alivios comunicando a esas almas, ya lejanas, aquellos secretos de intimidad tanto tiempo guardados con recelo, tanto tiempo mantenidos ocultos por vergüenza o timidez.
¿Cómo consolar a una persona que experimenta semejante ausencia? ¿Hay manuales prácticos que puedan guiarnos para combatir las angustias infinitas de un corazón? No, no los hay. Nunca los habrá. No existen caminos precisos que puedan franquear las murallas del entendimiento y permitirnos alcanzar la comprensión de su tristeza. Cada episodio de pérdida personal es diferente, cada tragedia es única y se alimenta de sus propias razones. Cada circunstancia es singular e irrepetible. ¿Cómo consolarnos de este devastador suplicio? Con qué crueldad hieren hoy las notas de un piano anónimo, con qué crudeza nos desgarra hoy el alma el pasajero lamento de un violín. Sentimos que en nuestro pecho, manantial puro y generoso de lágrimas, ya no cabe más dolor. ¿Qué lógica posee la vida, nos preguntamos con frustración, sin los tiernos abrazos de esos seres ahora distantes? ¿Qué finalidad tiene, acaso, un libro sin páginas, o unas páginas vacías? ¿Qué aliciente encontramos en el mundo por venir sin su mirada, sin su sonrisa? Qué será de nosotros sin sus sanos reproches.
Hay seres humanos que, al abandonar este mundo, dejan tras de sí un vacío insoportable, un abismo aterrador. Hay almas cuya profunda huella jamás desvanecerán el tiempo o la resignación.
Comentarios